Explicar el derecho: un enfoque naturalista (Parte 2)

03/06/2016

  Por Atahualpa Fernandez – 03/06/2016

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“—Oye, en la casa de al lado hay un tesoro. —Pero si al lado no hay ninguna casa… —Está bien, ¡construiremos una!”

(Los hermanos Marx)

3. ¿Por qué existe el Derecho?

Si se acepta la necesidad de un cambio de paradigma, parece razonable sostener que toda forma operativa destinada a evaluar el problema del fenómeno jurídico bajo la perspectiva que podríamos denominar “naturalista” (o “neonaturalista”) debería empezar por una pregunta: ¿Cómo es posible el derecho? O, dicho de otra forma: ¿Cuál es la función del derecho en el contexto de la existencia humana?

La explicación neodarwinista convencional sostiene que disponer de normas de conducta supone una ventaja adaptativa, con lo que la pregunta original sobre por qué creamos el derecho, se transforma en la de qué ha constituido (o constituye) la ventaja selectiva o adaptativa del derecho. De no poder responder a esta cuestión, la presencia del derecho en el universo del existir humano seguirá siendo un enigma abierto a las más disparatadas suposiciones.

Bien es verdad que un enfoque así podría ser calificado de adaptacionista extremo. Tal vez las normas del derecho sean, en su origen, un subproducto de otras funciones adaptativas desconocidas sobre las que se apoyaron. Pero lo cierto es que, si las propuestas jurídicas necesitan de determinados mecanismos cerebrales para ser procesadas, es preciso explicar cuál es la razón de existencia de dichos mecanismos.

El comportamiento moral y social está guiado, en términos profundos, por nuestra arquitectura cognitiva integrada funcionalmente en módulos o dominios específicos, siempre que entendamos éstos como redes neuronales que enlazan zonas diversas del cerebro. En gran medida dicha arquitectura es innata, pero necesita de los estímulos ambientales — procedentes en primer término del entorno social y lingüístico — para completarse durante la maduración ontogenética del individuo. De tal modo, solo unos modelos interaccionistas entre sustrato innato y medio ambiente pueden describir de manera adecuada el fenómeno de la obtención de las estructuras neurológicas cuyo comportamiento funcional se traduce en hechos como los juicios morales, los valores asumidos por el individuo y la toma de decisiones, con las jurídicas en primer término por lo que hace al enfoque de este trabajo.

Nuestra evolución como especie tuvo lugar, por lo que sabemos, mediante mecanismos darwinianos y de acuerdo con limitaciones darwinianas. Como consecuencia, la naturaleza del ser humano no solo circunscribe las condiciones de posibilidad de nuestras sociedades sino que, en particular, guía y pone límites al conjunto institucional y normativo que regulará las relaciones sociales. Las normas y los valores asumidos por los seres humanos aparecen dentro de un proceso de adaptación (darwiniana), de gran complejidad, al mundo cotidiano. A menos, pues, que aceptemos algunas propuestas teológicas acerca del origen sobrenatural de la axiología, cualquier teoría social normativa (o jurídica) que pretenda ser digna de crédito en la actualidad debe sustentarse en un modelo darwiniano acerca de la naturaleza humana (Rose, 2000). 

4. Bases neuronales del comportamiento social y moral

Si damos por buena la afirmación anterior, llegamos a una cadena causal que justifica parte del proceso de la aparición del derecho. Tiene que ver con la circunstancia de la evolución filogenética, fijada ya en nuestros antecesores del género Homo, de unos cerebros lo bastante grandes y complejos como para sustentar la arquitectura cognitiva que nos permite realizar juicios evaluativos respecto del comportamiento. Pero la obtención indudable durante la filogénesis humana de unos cerebros más grandes y complejos plantea un enigma. Dado que el tejido neuronal es el más “costoso” en términos de necesidades biológicas y energéticas (Aiello & Wheeler, 1995), no se puede pensar que se consiguiera de forma accidental. Deben existir beneficios importantes derivados de la disposición de mayores cerebros. Pero: ¿Cuáles son esos beneficios?; ¿En qué consisten?

La respuesta puede intentar buscarse mediante la comparación de las conductas filogenéticamente fijadas. Otras especies de cierta complejidad social resuelven sus necesidades adaptativas por otras vías. Durante la evolución de los seres vivos en nuestro planeta han aparecido al menos cuatro veces los comportamientos altruistas extremos en las llamadas “especies eusociales”: los himenópteros (hormigas, avispas, abejas, termitas), las gambas parasitarias de las anémonas de los mares coralinos (Synalpheus regalis, Duffy, 1996), las ratas-topo desnudas (Heterocephalus glaber, O'Riain, Jarvis, & Faulkes, 1996) y los primates (con los humanos como mejor ejemplo).

Pues bien, ni los insectos sociales, ni las ratas topo ni las gambas parasitarias disponen de un lenguaje como el nuestro. Sus medios de comunicación pueden ser muy complejos. Las abejas, por ejemplo, efectúan un ejercicio de danza específico para transmitir informaciones sobre la localización y la calidad de los alimentos. Incluso los animales de la especie más cercana a la humana, los chimpancés y los bonobos, disponen de una variada gama de gestos, gritos y otras conductas para manifestar o disimular el miedo y la agresividad, a la vez que manifiestan un cierto sentido de justicia, muestran deseos de congraciarse y mantienen relaciones sexuales complejas (De Waal, 1996). Pero jamás hacen uso de un lenguaje de doble articulación con estructura sintáctica.

El lenguaje, pues, puede ser considerado como la clave para rastrear beneficios adaptativos capaces de suponer una presión adaptativa hacia los grandes cerebros de los seres humanos. De hecho, la capacidad lingüística propia de nuestra especie, que es la herramienta más importante para la transmisión de la cultura, nos aporta ciertas ventajas claras en la estrategia de supervivencia social que los sistemas de comunicación más simples no podrían sustentar. Sin embargo, seguimos sin saber por qué la ventaja adaptativa del lenguaje humano es tan grande como para llegar al punto de permitirnos conocer “quién hizo qué a quién”. Podemos predecir en términos de conducta bien definidos las consecuencias de las acciones de nuestros congéneres pero, a la vez, no somos capaces de dar una definición precisa de justicia o de delimitar en qué aspecto la teoría del derecho natural es preferible a la de un positivismo más sosegado.

Para intentar entender y superar la oscuridad tradicional de las discusiones teóricas en el análisis del derecho quizá la perspectiva mejor sea la funcional, es decir, aquella que no parte de una supuesta (y a veces reduccionista y/o ecléctica) perspectiva axiológica, sociológica o estructural, sino que intenta dilucidar solo para qué sirve el derecho en el ámbito de la existencia humana. El punto de partida funcional no obliga a recurrir al expediente retórico (relativista o tradicional) de condicionar el conocimiento jurídico a los límites oscuros de la revelación de unas teorías que trascienden la comprensión y la propia experiencia humana. No es necesario plantear la existencia de verdades jurídicas independientes que nuestra inteligencia no es capaz de procesar y entender, ni hay que dar por inabordables las razones que justifican la existencia del derecho como uno de los aspectos esenciales de la vida en grupo.

Y una vez situado el planteamiento sobre el fenómeno jurídico en una dimensión evolucionista y funcional, parece razonable partir de la hipótesis (empíricamente fértil) de que el derecho aparece y se justifica por la necesidad de competir con éxito en una vida social compleja. Al enfrentarse nuestros ancestros homínidos con los problemas adaptativos asociados a la vida grupal compleja, aparecieron las presiones selectivas en favor de órganos de procesamiento cognitivo capaces de manejar el universo de normas y valores. Se trata, insisto, de una hipótesis. Pero es al menos la misma que justifica el tipo de comportamiento social y las capacidades cognitivas de otros primates (Humphrey, 1976). Aparecería así la optimización funcional y adaptativa del mecanismo de interacción de unas ciertas formas elementales de sociabilidad que parecen estar arraigadas en la estructura de nuestra arquitectura mental.

¿Cuáles serían dichas formas?

Al intentar dar respuesta a muchos de los interrogantes sobre la manera como la organización de la mente humana afecta a las relaciones sociales y condiciona nuestras intuiciones morales, Alan P. Fiske (1991) planteó que existen cuatro formas elementales de sociabilidad, cuatro modelos elementales a través de los cuales los humanos construimos unos procesos en cierto modo consensuados de interacción social y de estructura social. Los cuatro modelos elementales propuestos por Fiske son los de: 1) comunidad (comunal sharing); 2) autoridad (authority ranking); 3) proporcionalidad (market pricing); e 4) igualdad (equality matching). Esas cuatro estructuras se encuentran de forma muy extendida en todas las culturas humanas examinadas por Fiske y forman parte de los ámbitos más importantes de la vida social. Como única explicación posible de ese hecho, el autor sugiere que están arraigadas en las estructuras de la mente humana.

De ese modo, dado que la dinámica de la vida es relacional y que parece impensable el tratar la relación jurídica (o sea, las relaciones personales de los individuos humanos que el discurso jurídico identifica como tales) sin tomar como referencia la interacción social, un simple examen de las características de los cuatro tipos de vínculos sociales relacionales propuestos por Fiske permite descubrir vías firmes de articulación de esas formas de vida social: modos adecuados de combinarlas, de potenciar y cultivar sus mejores lados, y de mitigar o yugular sus lados destructivos y peligrosos.

Esa práctica tiene una consecuencia importante: en la medida en que se admite que el derecho se revela por su carácter intrínsecamente relacional, su naturaleza y función pasan a ser concebida como el de una técnica o instrumento para la solución de determinados problemas prácticos relativos a la conducta en la interferencia intersubjectiva de los individuos; un medio (estrategia o herramienta cultural) dirigido a lograr los proyectos de seres humanos empeñados en relaciones variables de cooperación y de lucha. Lo que implica que cualquier propuesta teórica de discurso jurídico debería considerar la circunstancia de que la argumentación que se efectúa en la vida jurídica es, en esencia, una argumentación sobre las diversas vías por medio de las cuales se articulan esas cuatro formas de vida social arraigadas en la compleja estructura de la mente humana e irreductibles entre sí. Es decir, la forma es la relación, o para plantearlo de un modo brutal: sin interacción social en que el centro es la persona en su contexto el derecho no existiría.

Por otra parte, una explicación darwinista sobre la evolución del derecho entendido de esa forma supone que las normas de conducta (en este caso, de naturaleza jurídica) representan una ventaja selectiva o adaptativa para una especie en esencia social, como la nuestra, que de otro modo no habría podido prosperar. Tales normas plasmaron la necesidad de posesión de un mecanismo operativo que permitiera habilitar públicamente nuestra capacidad innata de inferir los estados mentales, de predecir, manipular y controlar el comportamiento de los individuos. De tal manera se ampliaría el conocimiento social entre los miembros del grupo y se desarrollaría la capacidad de resolver conflictos sociales sin necesidad de recurrir a formas de jerarquización y organización social típicas de numerosas especies animales como es la de la agresividad. El mecanismo normativo jurídico, de ese modo, supondría la posibilidad de ofrecer soluciones a los problemas adaptativos prácticos delimitando por una vía no conflictiva los campos en que los intereses individuales pueden ser válida, legítima y socialmente ejercidos. (Ricoeur, 1999)


Originalmente publicado nas seguintes revistas (aqui com ligeiras modificações): Diritto e Natura Humana: La funzione Sociale-adattiva del comportamento normativo (i-lex Scienze Giuridiche, Scienze Cognitive e Intelligenza Artificiale Rivista quadrimestrale, Volume 1, Fascicolo 3, http://www.i-lex.it/it/numeri-precedenti/volume1/fascicolo-3.html); Law and Human Nature: The Social-Adaptive Function of the Normative Behavior (The Berkeley Electronic Press - Bepress Legal Repository, bepress Legal Series.  Working Paper 622. http://law.bepress.com/expresso/eps/622).


Atahualpa Fernandez

Atahualpa Fernandez é Membro do Ministério Público da União/MPU/MPT/Brasil (Fiscal/Public Prosecutor); Doutor (Ph.D.) Filosofía Jurídica, Moral y Política/ Universidad de Barcelona/España; Postdoctorado (Postdoctoral research) Teoría Social, Ética y Economia/ Universitat Pompeu Fabra/Barcelona/España; Mestre (LL.M.) Ciências Jurídico-civilísticas/Universidade de Coimbra/Portugal; Postdoctorado (Postdoctoral research)/Center for Evolutionary Psychology da University of California/Santa Barbara/USA; Postdoctorado (Postdoctoral research)/ Faculty of Law/CAU- Christian-Albrechts-Universität zu Kiel/Schleswig-Holstein/Deutschland; Postdoctorado (Postdoctoral research) Neurociencia Cognitiva/ Universitat de les Illes Balears-UIB/España; Especialista Direito Público/UFPa./Brasil; Profesor Colaborador Honorífico (Associate Professor) e Investigador da Universitat de les Illes Balears, Cognición y Evolución Humana / Laboratório de Sistemática Humana/ Evocog. Grupo de Cognición y Evolución humana/Unidad Asociada al IFISC (CSIC-UIB)/Instituto de Física Interdisciplinar y Sistemas Complejos/UIB/España.


Imagem Ilustrativa do Post: The Eye // Foto de: Will // Sem alterações

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O texto é de responsabilidade exclusiva do autor, não representando, necessariamente, a opinião ou posicionamento do Empório do Direito.


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