“Es muy difícil conseguir que un hombre entienda algo cuando su sueldo depende de que no lo entienda.” Upton Sinclair
Como todo artefacto cultural o estrategia socio-adaptativa, el Derecho está «ahí» gracias a la voluntad de los hombres (¡y no al contrario!) para resolver problemas adaptativos relacionados (en esencia) con nuestra compleja vida en sociedad. La propia actividad hermenéutica, dicho sea incidentalmente y de paso, se formula a partir de tal posición antropológica poniendo en juego la fenomenología de la acción humana. Solo si se sitúa en el punto de vista del ser humano y desde la confianza en la naturaleza humana le será posible al agente jurídico (especialmente al juez) representar el sentido y la función del Derecho como unidad de un contexto vital, cultural y ético.
Cultivar y privilegiar esta forma esencialmente interdisciplinaria y transdisciplinaria por naturaleza (a partir de la comprensión de la naturaleza humana, su limitada racionalidad, sus sesgos, sus emociones y sus sentimientos) parece ser el mejor camino para formular un diseño institucional y normativo que permita a cada uno coincidir con el otro en la búsqueda de una humanidad común. Como explica Steven Pinker: «Cuando leo a Descartes, Spinoza, Hobbes, Locke, Hume, Rousseau, Leibniz, Kant, Smith, me asalta a menudo la tentación de viajar hacia atrás en el tiempo para ofrecerles alguna pieza de ciencia fresca del siglo XXI que pudiera llenar algún hiato en sus argumentos o servirles para dar un rodeo y salvar algún obstáculo atravesado en su camino. ¿Qué no habrían dado estos Faustos por disponer de ese conocimiento? ¿Qué no podrían haber logrado, muñidos y pertrechados con el mismo? No es necesario fantasear con ese escenario, porque nosotros vivimos en él. Tenemos las obras de los grandes pensadores y sus herederos, y disponemos del conocimiento científico con el que ellos ni siquiera se habrían avilantado a soñar. La nuestra es una época extraordinaria para la comprensión de la condición humana. Problemas intelectuales que proceden de la antigüedad resultan ahora iluminados por los fogonazos procedentes de las ciencias de la mente, del cerebro, de los genes y de la evolución.»
Más allá de que la tendencia a la separación entre lo natural y lo cultural (desligándonos de nuestras orígenes y presentándonos como de esencia espiritual, como una transcendencia que sobrepasa al propio ser humano), el Derecho necesita de una base segura «basada en pruebas» y no en especulaciones, en proposiciones meramente ideológicas o en creencias más o menos extendidas. Ésta puede sustentarse al menos, por lo que hace a la búsqueda de coincidencias generalizadas, en la naturaleza humana fundamentada en la herencia genética y desarrollada en un entorno cultural.
Por supuesto que e estudio de la naturaleza humana siempre ha estado y estará rodeado de polémica. La teoría de la selección natural de Darwin jamás habría encontrado tanta oposición social si no hubiese sido aplicable a nosotros mismos. Por lo general nos resistimos a aceptar nuestra naturaleza animal, un hecho especialmente notable en lo que respecta a nuestra cultura. Incluso entre los académicos de una sociedad educada en la ciencia encontraremos una seria resistencia ante los últimos descubrimientos acerca de la condición humana. Pero si queremos tener éxito como sociedad y que nuestra supervivencia dependa en la menor medida de la suerte necesitamos entender nuestra naturaleza.
En resumidas cuentas, sana y necesaria es la práctica de poner en duda todo lo que nos enseñan sin proporcionar el contexto de su apoyo empírico existente, de poner en práctica la función de filtrado de la información para que no nos engañen como unos crédulos fácilmente influenciables (el llamado sistema de «vigilancia epistémica» de la que disponemos gracias a estudios de laboratorio, según Hugo Mercier).
Asumir la importancia de ese cambio de paradigma (o mejor dicho, entregarse a la tentación darwinista) – verdaderamente rupturista en las ciencias sociales – implica repensar y recuperar la interacción entre el conocimiento jurídico y el conocimiento científico que se nos está arrebatando con nuestro consentimiento. Y una parte importante de ese proceso está en legitimar el discurso jurídico con los nuevos o renovados abordajes epistemológicos (que también son inevitablemente éticos, jurídicos y políticos) y, desde luego, con los más recientes hallazgos en los campos de la genómica y las neurociencias, los cuales revelan una coherencia que refuerza la relevancia de la naturaleza del ser humano cuando se trata de explicar los fenómenos sociales, nuestra habilidad para comprender y cumplir normas, las razones sobre ellas y la actividad basada en ellas.[1]
Es decir, mentes que entiendan, con brutal humildad y decencia intelectual, que cuando se construye un relato/discurso/teoría jurídica o se proyecta un ideal jurídico es necesario asegurarse que la naturaleza, el significado de las ideas y los argumentos descritos sean posibles, o se perciban como posibles, para seres como los Homo sapiens.
[1] Nota bene: La epistemología es una disciplina normativa. Es decir, aunque la investigación empírica (las ciencias cognitivas, la sociología de la ciencia, la biología evolutiva, la primatología …) nos pueden describir “cómo funcionan de verdad las cosas”, la tarea de la epistemología se sitúa en el plano normativo: buscar las normas de la buena ciencia. Pero teniendo en cuenta que hay que superar las impresiones ingenuas y que el “deber” implica “poder”, hay que partir del estudio de la ciencia tal como realmente se desarrolla. (A. Domènech)
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