“Sin Darwin, la moral humana no sólo no se entiende, sino que ni siquiera se puede justificar.”
Camilo José Cela Conde
La gran pregunta es, ¿por qué deberíamos hacer caso a Darwin en relación con el estudio, o no digamos ya la propuesta, de las claves acerca del Derecho? Porque no tenemos más remedio. Ahora: ¿En qué medida un enfoque darwinista podrá a venir rescatar la filosofía y la ciencia del derecho de su aislamiento teórico, del hermetismo dogmático y del anacronismo metodológico a la que estas llegaran? ¿Por qué no reconstruir el Derecho a partir de conceptos admitidos – o, al menos, admisibles - por las ciencias de la naturaleza o ciencias empíricas? ¿Podrán las ciencias de la vida, del cerebro y de la mente venir a servir de fuente de información para la elaboración de discursos y/o teorías jurídicas que se alejen de las falsedades subyacentes a las actuales concepciones comunes de la naturaleza humana? Imposible no es. Ahora bien, ¿lo hará? Yo no iría tan rápido. Podemos desearlo, por supuesto, pero también tenemos que afrontar la posibilidad de que no llegue a suceder (o de que cualquier esperanza en este sentido es vana), por dos razones muy simples. La primera es que los juristas distan mucho de estar preparados para que los datos científicos guíen las prácticas jurídicas. La segunda razón tiene que ver con la amenaza percibida hacia el mito de la “pureza” del Derecho.
Sin embargo, sí que existen buenas razones para poner los discursos y teorías jurídicas en su sitio, sacarlos de lo no observable y no definible para enmarcarlos en lo observable y definible, en donde sabemos de qué estamos hablando. Para empezar, el movimiento de purificación del Derecho es un movimiento de seres humanos y por lo tanto sesgado e imperfecto. Por otra parte, hay un aspecto más general del pensamiento darwiniano que se debe tomar muy en serio: desarrollar la habilidad de relacionar e identificar aspectos claves para comprender la ciencia de la naturaleza humana, a la luz de la teoría evolutiva, puede ayudarnos a estimar el precio que habremos de pagar por lograr nuestras metas jurídicas, éticas, sociales y políticas.
Pero esto implica, antes de todo, que se tome en serio el compromiso de definir y constituir diseños institucionales, normativos y socioculturales lo más próximos posibles a las cuestiones más concretas ligadas a la relevancia de la biología y a las “funciones propias” de las intuiciones y emociones morales que forman parte de nuestra herencia como especie, y que condicionan y delimitan todo el comportamiento humano. Y que permita, aun cuando eso no es enteramente posible, defender diseños institucionales, normativos y socioculturales opuestos a la siempre posible manipulación perversa de estos hechos insoslayables que definen el abanico de posibilidades de lo que podemos ser y hacer en nuestras vidas.
Una tarea o compromiso que representa una verdadera transformación de perspectiva: el de que la construcción de una propuesta adecuada de discurso o teoría jurídica debe asumir los límites y condicionantes de la acción humana por medio de una mayor y estrecha aproximación a las teorías de la argumentación que se desarrollan en otros ámbitos del conocimiento científico (particularmente de los estudios procedentes de la ciencia cognitiva, de la neurociencia, de la genética del comportamiento, de la antropología, de la primatología y de la psicología entre otras disciplinas que buscan entender en que consiste nuestra naturaleza como especie). A su vez, una variación de estilo que debe considerar que cualquier modelo de discurso jurídico no solo tiene que desarrollarse en permanente contacto con lo que normalmente se denomina «teoría del derecho», sino también con una previa y bien definida concepción acerca del ser humano y de la cultura por él producida.
Además, para el cumplimiento de la función esencialmente práctica del discurso jurídico éste debe ser capaz de ofrecer una orientación útil en las tareas de comprender, interpretar, justificar, aplicar y producir el Derecho. Es decir, basándose en los mejores datos disponibles sobre «cómo son» los seres humanos considerados bajo una óptica mucho más empírica y respetuosa con los métodos científicos, el discurso jurídico debe lograr cambios que verdaderamente beneficien la vida en comunidad.
Si bien es cierto que este tipo de tentación darwinista no puede determinar lo que es un cambio adecuado, ni qué medidas deben ser adoptadas para crear, en caso de optar por ella, una deseable mutación, sí que puede servir para obtener información básica sobre cuestiones de relevancia práctica acerca de las implicaciones jurídicas de la naturaleza humana. Y aunque los instrumentos de la justicia, las instituciones, los agentes jurídicos y los tribunales pueden hacernos olvidar a veces que el Derecho tiene que estar al servicio de los hombres y no los hombres al servicio del Derecho, no deberíamos olvidar que quien opera el Derecho puede actuar en consonancia con la naturaleza humana o bien en contra de ella; pero es más probable que obtenga soluciones eficaces (consentidas y controlables) modificando el ambiente en que se desarrolla la naturaleza humana que empeñándose en la paranoica tarea de alterar o quitar el sentido que tiene lo humano.
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