“Aún el hombre más fuerte tiene que dormir, y cuando está dormido, pierde temporalmente su superioridad”
H.L. A. Hart, El concepto de derecho
Hace ya algunas décadas, aunque muy recientemente en la historia contemporánea, la mayoría de los Estados democráticos constitucionales de derecho han abanderado, institucionalizado y publicitado algunas políticas que resultan adecuadas para su preservación y legitimación; las venden como un gran salto adelante, como una maravillosa concesión que los más bondadosos gobernantes entregan a sus gobernados como una prueba de su amor, renuncia y honestidad.
Ellos saben que requieren despresurizar una sociedad que carga con problemas de pobreza, falta de oportunidades, empleos mal remunerados, cansada de la corrupción y nepotismo que parece correr de forma natural por la venas de los representantes y funcionarios de gobierno. Deben saber (en caso de que no lo hayan notado aún) que buena parte de la población –elemento conformador del Estado-, no tiene afinidad ni se identifica con lo que se ha vuelto un ustedes y un nosotros, se ha roto uno de los elementos más importantes que debe existir en la sociedad, se han quebrado los lazos de una comunidad en la que se comparte un territorio, una lengua, una bandera, pero ya no existe un sentimiento, un objetivo común, ya no son uno mismo.
Ante esto, las políticas liberales han jugado un papel importante en la determinación de vida política y privada que se ha implantado como la vía más propicia a los individuos, aquella vida en la que se privilegia la atomización social, abstracción y ostracismo, desidia del individuo y su resguardo en la vida privada, lo que resulta ampliamente conveniente frente a situaciones de evidentes injusticias.
Frente a este panorama de aparente calma, suelen surgir algunas voces de reclamo, algunas más y otras menos fuertes, pero que resuenan en las puertas como repiques de campana de iglesia que alertan a los habitantes de una población para que despierten y salgan a combatir a un enemigo que ha osado corromper a su pueblo.
Sin embargo, a pesar del malestar que pudiera imperar sobre la población, sería ingenuo pensar o preservar en el imaginario social, que en la actualidad, un gobernante, llámese como se llame, podría por sí mismo cambiar de un golpe un problema Estatal, como el pensar que con la muerte (magnicidio) o con un decreto presidencial se acabará la pobreza y la desigualdad.
Este pensamiento debe dejarse a un lado, ya que ha hecho daño a la sociedad y ha sido el nido de grandes fracasos en la historia de la política y el derecho.
Debemos reconocer –seamos juristas o no- que el derecho lamentablemente, en muchas ocasiones, no logra cambiar la realidad social, sino que regularmente sólo va tras ella, tratando de enmendar los posibles errores, las crisis y problemas que se presentan en el día a día social.
Es penoso que no logremos entender que la creación sin límites de institutos, fiscalías, dependencia y leyes, no necesariamente brinda más democracia a un Estado, ni logran acabar con un problema que es sistemático y estructural, un problema que es social y hasta cultural, algo que no podremos combatir sin combatirnos a nosotros mismos; necesitamos concientizarnos.
Es necesario despertar de ese idílico sueño liberal que nos permite abandonarnos a la vida meramente contemplativa en la que nos entregamos a los deseos de los poderosos y que nos tiene callados, abstraídos y enajenados con concesiones que parecen recordar a la época romana con aquel panem et circenses, pues de lo contrario estaremos ante la posibilidad de que ese sueño, un día se convierta en realidad.
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