Sacerdotes y Reyes – La pesadilla del Estado como agente activo de moralización – Por Lorenzo Alvarez de Toledo

30/08/2017

Queridos amigos brasileiros: dentro de unas semanas me va a tocar empezar mis clases de Derecho civil en la Universidad de León y tengo un dilema. Desde que, hace seis años, empecé a impartir las clases de introducción al Derecho en el primer curso de grado (es decir, a estudiantes de primer curso de carrera que no saben absolutamente nada de las normas o del ordenamiento jurídicos) he venido resolviendo siempre de la misma manera el problema de si los jueces estamos obligados en algún caso a hacer aplicación de las reglas morales.  En la lección inaugural de la asignatura que imparto, durante los últimos cinco años, les he dicho que, en un Estado de Derecho, la moral no puede ocupar ningún lugar.

Nuestro Código civil español, que data de 1889, no contempla la moral, por supuesto, como fuente del Derecho, pero, curiosamente, establece que la costumbre, que sí es tal fuente de reglas jurídicas, y se aplica en defecto de ley aplicable, sólo se reputa Derecho cuando “…no sea contraria a la moral o al orden público”, siempre y que resulte probada.

Así que, si una regla supuestamente consuetudinaria es contraria a la ley (costumbre “contra legem”) ninguno de mis alumnos de la Facultad de Derecho de León dudará que no puede ser Derecho, ya que es contraria a la regla jerárquicamente superior, la ley. Pero, si no existe regla legal y, sin embargo, se considera inmoral, en un Estado de Derecho, ¿Debe rechazarse también la costumbre “contra mores”?

Y ¿De qué moral estamos hablando? ¿La moral católica? ¿Es admisible que el legislador constitucional obligue a sus jueces a aplicar una moral religiosa después de haber declarado que el Estado es un Estado de Derecho?

¿Es el Estado un agente activo de moralización, además de un aparato regido por el Derecho objetivo? ¿Puede un Estado de Derecho asumir legítimamente una labor de proselitismo e inculcación de valores puramente morales más allá del control legítimo de la transformación social a través de los valores constitucionales?

En España, el marco jurídico constitucional puede proporcionar argumentos para distintas respuestas. Y eso es lo que me hace preguntarme, año tras año, qué debo explicar a mis alumnos a la hora de abordar la delicada cuestión de si una costumbre que resulte patentemente contraria a una norma identificada por el conjunto de la sociedad española como una regla moral, es o no fuente del Derecho.

Y esa no es la única repercusión práctica que tiene el enigma de la fusión, identificación o separación, absoluta o relativa, del Derecho y la moral.

Nuestro Código civil contiene una formula general favorable a la autonomía de la voluntad que reconoce como límites de la libertad contractual de las partes la ley, el orden público, y…..  la moral (art. 1255 del Código Civil).

Si unos esposos de distinto sexo convienen que él indemnizará a ella con una suma escandalosa si ésta le sorprende con los pantalones bajados ante otra mujer, nos preguntamos si es un pacto lícito o ilícito. No existe en nuestro Derecho ninguna norma que expresamente prohíba una estipulación como ésta. Si, el Código Civil establece que los cónyuges deben mantenerse fieles el uno al otro, pero no establece ninguna consecuencia jurídica para el caso de contravención del deber de exclusividad sexual.

Dejo a vuestra imaginación los matices y aristas de antijuridicidad que puede sugerir el mismo pacto en una pareja de contrayentes o de amantes del mismo sexo, o el carácter recíproco de la promesa (Pantalones bajados o falda levantada).  El ejemplo que he propuesto es el que es.  Y hace una referencia nada remota a la admisibilidad en el Derecho español de la autonomía de la voluntad de los contrayentes o futuros constituyentes, en punto a las consecuencias de una eventual separación o disolución del matrimonio contraído o proyectado (Prenuptial agreements). Cuestión apasionante donde las haya, sólo resuelta entre nosotros, en términos favorables a la admisibilidad dentro de unos límites jurídico materiales precisos, en el Derecho catalán.

Quizás las cuestiones que me he planteado más arriba supongan un exceso sobre lo que la mente de un estudiante de primero de Derecho puede abarcar. Seguramente los más aventajados se preguntarían: Pero, en un Estado de Derecho, laico por añadidura, ¿puede haber costumbres antijurídicas por el hecho de ser inmorales?  La promesa de indemnizar a la otra parte del pacto de exclusividad sexual, por una infidelidad que algunos considerarían un contorno o espacio de libertad individual absolutamente incoercible, por mismo de la dignidad humana, es contraria a una hipotética regla moral excluyente de la posibilidad de poner precio a los deberes personalísimos inherentes al Derecho de Familia?

Mientras resuelvo mis propios enigmas, sobre los que sigo albergando dudas, me inclinaré por hacer lo mismo que en años pasados. Les diré que la costumbre, para ser Derecho, no es necesario que se ajuste a ninguna moral, sino sólo que sea una costumbre “praeter legem”, que despierte una “opinio iuris” de que efectivamente es vinculante como Derecho, y que resulte probada, ya que en el Derecho español no está cubierta por el IURA NOVIT CURIA. Aunque debo reconocer que no estoy absolutamente convencido de ello. Y os invito a ayudarme a resolver el enigma, para lo cual estoy dispuesto a admitir vuestras reflexiones a la luz de los arts. 1, 5, 19, 143 y 210 de la Constitución brasileña de 1988.

Por cierto, que, si el Juez NO tiene el deber jurídico de conocer la reglas consuetudinarias, ¿Debe ser conocedor de las reglas morales?  Nuestra Constitución no legitima al Juez como ser moral, sino como sujeto mayor de edad y de nacionalidad española que ha pasado un proceso selectivo conforme a la ley y que ha jurado cumplir y hacer cumplir el propio texto constitucional.  El Juez inmoral, cualquiera que sea el parámetro de moralidad del que hablemos, no tiene menos legitimidad que el juez que se ajusta a lo imperativos morales y a los usos sociales.

Y si alguno de mis alumnos me pregunta si, entonces, en defecto de ley, el Juez puede aplicar una “costumbre inmoral”, le contestaré con otra pregunta: “Una costumbre contraria a….. ¿Qué moral? ¿La moral propia de los negocios, si es que hay algo así, supuesta un conflicto en el marco jurídico mercantil?  ¿La deontología  profesional médica, si el conflicto se suscita en relación con el ejercicio de la profesión sanitaria? ¿La ética del político, si es que hay algún político que su actividad alguna regla deóntica? ¿La moral del Juez?”   ¿Cuántas morales hay en un Estado en el que la jurisdicción es ejercida por más de cuatro mil jueces?

Y soy consciente de que eso de contestar a una pregunta con otra pregunta, está muy feo.  Aunque lo hiciera Sócrates en el ejercicio de la mayéutica.  No todos somos capaces de afrontar la muerte por respetar el imperativo de obligado acatamiento de las Sentencias de los jueces.

No sería honesto si ocultase a mis alumnos, o a vosotros, amigos brasileños, que nuestra Constitución española de 1978, a pesar de la proclamación del carácter laico del Estado, dispone que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”  Y añade que “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”

Mientras renuevo mis dudas, que cualquier año de estos resolveré, con vuestra ayuda, me estaba acordando de algo que me dijo mi profesor de historia, Don Ricardo, cuyos apellidos olvidé hace mucho tiempo, cuando yo sólo tenía diez años.  Según Don Ricardo, la mayor tragedia de la humanidad no fue la perdida de la inocencia en el paraíso, por causa de una manzana, ni la derrota de lo ateniense por lo espartano, ni el homicidio del hijo de un Dios con un instrumental de carpintero; ni ninguna de las dos guerras mundiales que hemos sufrido. La mayor tragedia, según mi profesor, fue algo que ocurrió en un lugar desconocido y en un día que no podemos determinar. Un sacerdote que hasta entonces sólo se había ocupado de la dimensión espiritual de su rebaño (¿Somos seres espirituales en el suplicio de una experiencia carnal o seres carnales que tienen experiencias espirituales?) les dijo:  “

Hoy, hijos míos, no os voy a revelar lo que sois ni cuánto os aman los dioses. Os voy a revelar la voluntad de los Dioses acerca de lo que tenéis que hacer”.

Era una de esas frases largas y tenebrosas que se graban en la mente de los niños aunque no puedan saber qué significan exactamente.

Luego, Don Ricardo nos contaba que ese hipotético sacerdote erigió en rey, que hasta entonces sólo se había ocupado del bienestar moral y espiritual de los suyos, empezó a explicarles cuál era la voluntad de Dios acerca del momento en que un hombre puede esgrimir armas para cazar y matar a otro hombre; la edad a la que puede tomar mujer, quien debe elegir mujer para él y lo que debe pagar por ella; como la mujer debe recibir a su esposo y padecer su capricho e incluso su decisión de matarla si no le obedece; como se decide hacer la guerra o concertar la paz con otros pueblos; la carne de qué animales es lícito comer y que bestias deben ser respetadas en la caza, bien por su linaje divino o por su parentesco con los demonios; cómo se hacen los contratos y quien debe responder con su libertad, su cuerpo, con la vida de sus hijos o con la suya propia, del incumplimiento de sus deberes; y a quien van a parar su mujer, sus bueyes, su caballo y sus armas, cuando él deja de respirar.  Naturalmente, explicaba Don Ricardo, el nuevo sacerdote–rey explicaba a sus feligreses–súbditos que ningún hombre puede acceder a la Yanna, Paraíso o como querráis llamarlo, si ha dado muerte a un sacerdote o a un rey.

La historia de la humanidad es el desenvolvimiento ulterior de esos poderes, de carácter carnal y espiritual, en unas únicas manos, en una sola cabeza pensante y rectora y en una sola lengua ordenadora del Derecho.

Y en las constituciones que consagran el carácter aconfesional del Estado, o la separación radical o menos radical del Estado y la/s Iglesia/s, late el miedo a aquellos Sacerdotes–Reyes por cuya lengua hablaba Dios.  Por cierto, Don Ricardo no supo que decir cundo uno de mis compañeros más aventajados, le pregunto `porque Dios le decía cosas distintas a cada Rey–sacerdote en los distintos puntos geográficos del planeta.  Yo, por mi parte, no entendí muy bien la pregunta de mi compañero, ni el silencio de Don Ricardo.  Tenía diez años.

Cuarenta años después de haber anotado aquellas palabras en mi cuaderno de historia, no puedo evitar estremecerme cuando, año tras año, me obligo a preparar la lección de fuentes de Derecho español para poder explicar a mis alumnos si un Juez puede erigirse en depositario –y aplicador– de reglas morales.  Por lo pronto, me tranquiliza abrir la Constitución por la pagina primera y ver que esto, al menos, no ha cambiado: “España se constituye en un Estadode Derecho….” (art. 1) y “Ninguna confesión tendrá carácter estatal.” (art. 16)

Luego, escaneo el resto del texto constitucional en busca de la palabra “moral” y veo, con alivio, que la única referencia que se hace a la misma es la que proclama el deber de los poderes públicos de garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la “formación religiosa y moral” que esté de acuerdo con sus propias convicciones. (art. 27).

Y entonces, respiro con algo de alivio.  Vale, pienso. Parece que aquel oscuro sacerdote que sumó a sus deberes espirituales el poder del ius dicere y el de maldicere, tiene entre nosotros las cosas difíciles.  Don Ricardo también respiraría con alivio si tuviera con qué; pero murió un año antes de la entrada en vigor de nuestra Constitución de 1978, sin poder llegar a leer la proclamación de la separación entre Estado y confesiones religiosas y, de alguna manera, la exclusión de la moral del escenario de lo jurídico. Por eso, a pesar de mis dudas, seguiré enseñando a mis alumnos que, para que una conducta reiterada y sentida como expresión de un deber ser, sea reputada antijurídica, debe ser contraria a la ley, o contraria al conjunto de Derechos Fundamentales, valores y principios positivizados al máximo nivel normativo (constitucional) pues ese es el núcleo duro de lo que nosotros llamamos “orden público”.

Siempre he tenido la prudencia de tranquilizar a mis alumnos, en la primera clase de fuentes del Derecho, prometiéndoles solemnemente que no incurriré en la perversidad de preguntar en el examen las cuestiones con las que os estoy aburriendo y castigando. Algunos de ellos se ríen. Muy pocos, se lamentan, secretamente, de que no vaya a preguntarles sobre esos enigmas, creyendo que conocen las respuestas, y es posible que las tengan –¡Los malditos! ¡Qué envidia!. Otros se estremecen. Y los más, simplemente, no me están escuchando.

Gracias por hacerlo vosotros, amigos. ¡Un abrazo para todos, desde esta tierra que os quiere!


 

Imagem Ilustrativa do Post: Columns at the Palace of Justice // Foto de: Matt Popovich // Sem alterações

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