Coluna Empório Descolonial / Coordenador Marcio Berclaz
(original publicado en Revista Ratio Juris Vol. 15 N.º 31, 2020, pp. 753-770 © UNAULA)
DOI: 10.24142/raju.v15n31a14
Ricardo Sanín Restrepo es desde hace al menos una década el principal referente nacional del pensamiento jurídico crítico. Sus reflexiones y planteamientos son una apuesta radical por establecer las formas cómo el derecho en tanto ejercicio de poder, se juega su hegemonía en relación con diversas estartegias que allanan el camino para lograr su cometido. Sus análisis se consolidan a la luz de lecturas filosóficas heterogéneas que logran un entramado teórico al que es difícil eludir en las perspectivas críticas. En él la crítica se exhibe como un punzón afiladísimo y contundente que no se amilana frente al rigor mortis de los discursos jurídicos tradicionales: los escruta, los deconstruye (en realidad los desencripta, los descoloniza) y nos muestra su carácter contingente e histórico, sus propias limitaciones. Una amplia producción intelectual respalda su trabajo; numerosos artículos en varios idiomas en prestigiosas revistas, libros escritos en español e inglés que se van convirtiendo en ineludibles para el pensamiento crítico; conferencias en varios paises de América Latina y Europa; clases en Colombia, Ecuador, Brasil y México permiten presentarlo como un autor importante a la hora de trazar una cartografía de lo que es hoy el pensamiento jurídico crítico.
La situación de confinamiento producida por la pandemia debido a la Covid-19 permitió que esta entrevista se llevara a cabo de manera virtual en los últimos días del mes de marzo y los primeros días de abril. Para la revista Ratio Juris y para la Universidad Autónoma Latinoamericana es importante que Ricardo Sanín haya accedido de manera muy amable a conceder esta entrevista. Sus respuestas siempre inteligentes son una invitación poderosa a pensar más allá de los encorsetamientos a los que nos somete un discurso dominante, por demás árido y reiterativo.
¿Cómo ves la filosofía del derecho en la actualidad y específicamente, la enseñanza de esta en la formación jurídica?
Desde Dante hasta Papini, pasando por obras de cultura popular se ha dicho que el gran truco del diablo fue hacernos creer que no existía. Algo semejante sucede con la filosofía del derecho. El derecho positivo, autónomo, que siempre mira de frente con donaire, liberado de toda superstición, parece que considera la filosofía del derecho como una disciplina secundaria, un apéndice que hay que dejarle a un par de excéntricos recluidos en los rincones oscuros de las facultades de derecho. Es decir, la idea de que la dogmática del derecho es libre de toda influencia metafísica. Pues bien, el gran truco de la filosofía, especialmente desde la obra de Kelsen, es que infiltra cada poro, cada grieta de acción de todo operador jurídico sin que el organismo lo detecte. En el léxico de nuestros nuevos tiempos, la filosofía del derecho se comporta como un virus que se apodera del cuerpo de su huésped y lo comanda desde un lugar indescifrable. Parafraseando a Moliere y su famoso personaje Monsieur Jourdain, hablamos toda la vida en la prosa de la filosofía del derecho sin darnos cuenta. Los jueces hablan de la neutralidad y sin saber descargan toda la tormenta platónica o cartesiana, los abogados hablan de su progresismo social y están invocando, sin saberlo, formas filosóficas capaces de calcificar sus propios discursos, no hay operador que subsuma normas sin que ello venere una tradición filosófica, que en últimas no es más que una imposición de formas de ser en el mundo. No hay aplicación del derecho, sea ella consecuencialista, positivista o cualquiera otra variante que esté exenta de un pensamiento filosófico que le permee y sature. En otras palabras, el gran truco de la filosofía del derecho fue hacernos pensar que era secundaria y discreta cuando realmente el conocimiento y el tipo de ser que proporciona dirige todos los circuitos de la aplicación del derecho.
La primera conclusión es entonces la carencia crítica del tipo prevalente de filosofía del derecho que crea la realidad. Ahora, paradójicamente, para que la filosofía del derecho funcione en modo fantasma sus pretensiones deben ser absolutistas, esencialistas y universalistas. La filosofía del derecho ortodoxa puede operar en modo silencioso dentro de todo el tejido jurídico pues obedece a un pensamiento filosófico tradicional, dogmático que está parado, como explicaremos, en suposiciones transcendentales y sacralizadas. Así, cada vez que el operador jurídico oprime la tecla de la neutralidad del derecho para desatar su poder objetivo, conciliador y progresista puede muy bien estar accionando el derecho en su poder más subjetivo, corrosivo, y contemporizador. Claramente, la filosofía tiene una amplia faceta emancipadora que exploraremos a profundidad más adelante.
Ahora bien, mi especialidad no es la enseñanza del derecho. Creo que aventurar una respuesta a una pregunta tan amplía específicamente sobre la educación requeriría de cierto hubris, un observador omnisciente que logre ver cada estado de cosas en un dinamismo ilimitado. Pero, además sería creer que hay una sola respuesta a mecánicas tan complejas. Para contestar la pregunta inicial déjame entonces aventurar una combinación de varias perspectivas. Primero, una visión personal fundada en redes teóricas elásticas pero firmes sobre cómo podría pararse la filosofía del derecho ante un mundo convulso, cuya base es una más que probada distribución injusta de todos los recursos o bienes comunes. Segundo, delinear cómo la filosofía del derecho tradicional ha sido una forma monumental para perpetuar la injusticia y la brutalidad de la colonización y la colonialidad. De lo que se trata entonces es formular las posibilidades de una filosofía del derecho que no solo no alimente la injusticia, sino que la supere y proponga la necesidad de otro mundo.
Ahora bien, creo que la filosofía del derecho, hasta ahora, ha servido más para mantener en píe un mundo estructurado en la desigualdad que para retarlo. En nuestros mundos periféricos hay un sentido estricto de obediencia sagrada al derecho y cuando este es visto a través del fascinante filtro de la filosofía entonces se vuelve fetiche, generalmente teológico. Derecho y filosofía han sido entendidas en nuestros mundos como ciencias de la obediencia, de lo sagrado y por ende de la adoración.
Reconozco tres formas de perpetuar el poder como dominación que ha capacitado directamente nuestra filosofía del derecho fantasma. 1. Solidificar el poder con base en modelos transcendentes de identidad y unidad en contra de la diferencia y la multiplicidad (Platón, Hobbes) 2. Hacernos ver el mundo como una necesidad intransigente, donde lo que existe es la única posibilidad de mundo y nada puede realmente ser diferente de lo que es (el mejor de los mundos de Leibniz). 3. Hacernos creer que la filosofía es un tribunal supremo e inapelable de la verdad (Descartes, Kant)[1]. La combinación de estas tres tendencias crea una filosofía enferma de poder, lacaya ante él y siempre dispuesta a destrozar la diferencia a nombre de una idea, de una abstracción, de un modelo transcendente que siempre está oculto; a esto y las formas institucionales de su perpetuación hemos llamado ‘encriptación del poder’.
¿Qué pasa entonces con la neutralidad del derecho, manifestación por excelencia de una filosofía del derecho mainstream?
Resulta vital despejar el aire de una cuestión fundamental que sigue siendo un campo de debate insólito. La supuesta neutralidad del derecho convierte a la filosofía del derecho en un arma de destrucción masiva en las manos del poder como dominación. Este es el discurso que facilita las tres formas enunciadas arriba.
Primero, y de acuerdo con las tres formas señaladas arriba, la filosofía del derecho nos enseñó a ver el poder como monopolio de ciertas entidades que lo concentran, es lo que he llamado ‘poder en estado sólido’. A contrapelo, la filosofía de la diferencia (desde Heráclito, pasando por Spinoza hasta llegar a Buber, Levinas, Jean-Luc Nancy etc.) nos enseña que el poder debe ser entendido en su dimensión exuberante y múltiple donde el poder se crea en su ejercicio (existir es poder). Así, todo poder se manifiesta en una relación de fuerzas y afectos. Un beso, una bomba, un decreto son todas expresiones de poder, alteran el mundo en sus condiciones de posibilidad y reconocimiento. El poder puede variar su intensidad, disposiciónalidad y su fórmula a medida que el acto se inserta en redes éticas y estéticas de significado. Pero, incluso, dicha inserción es también una expresión de poder. Lo que resulta primordial para comprender las estructuras de poder no es su corporalidad, sino sus expresiones. Como lo demostró Michel Foucault, la descripción de las estructuras del poder siempre será superficial y blanda en comparación con los campos de realidad que crean y las cartografías que diseñan, es decir ante lo que el poder efectivamente hace.
Hemos definido el poder como potestas, es decir como dominación, como el juego consistente en atraer la multiplicidad, la abundancia y la producción horizontal del poder y absorberlas en estructuras de uniformidad que lo solidifican en formas de lenguajes raquíticos y supuestamente inamovibles. Foucault descubrió una relación mordaz entre poder y conocimiento, sin embargo, lo que no percibió es que también la filosofía (y no solo sus ciencias discretas), como lo demuestran entre otros Ranciere, se ejecuta para dar lugar a las formas predominantes de poder. Entonces, no existe una teoría filosófica que no se vea comprometida o que no sea producto de una forma específica de poder. Ya es hora de comenzar a entender la filosofía desde el poder para que podamos comenzar a entender el poder desde la filosofía.
No hay forma de conocimiento que no se reproduzca como una forma de poder, o que puede escapar, por esta misma razón el entrelazamiento entre el mundo y las jerarquías que implican su construcción. Precisamente cuando una disciplina declara su autonomía del poder y, por lo tanto, su máxima objetividad, es cuando podemos tener absoluta certeza de que la trascendencia del poder ha cerrado el círculo, que la disciplina se ha convertido en otra forma servil del poder como dominación (o como lo hemos denominado potestas). Por ello es fundamental desjerarquizar la filosofía.
Segundo punto, la filosofía como un tribunal supremo e inapelable de la verdad.
En términos de Max Stirner estamos ‘poseídos’ por ideas fijas eminentes. Las máquinas de muerte sean ellas desplegadas en la guerra o en el derecho son fabricadas por ideas abstractas, esas sí místicas, pero fulminantes tales como “patria”, “nación”, “hombre” “derechos”.
La unión de la filosofía y el derecho crea una mixtura altamente volátil. Lo que es característico de la filosofía del derecho ortodoxa es la presencia necesaria de equipos de ingenieros que organizan partes que encajan en un todo guiados por una finalidad planificada y jerárquica. Así crea epígonos que trabajan a ciegas dentro de una máquina, una organización de cosas que asumen como final y total, esta es la definición misma de formalismo. Para este tipo prevalente de filosofía del derecho, siempre hay un modelo ante el cual hay que rendir sagrado tributo: ‘el estado’, ‘la economía’, ‘la constitución’. Un modelo transcendente que nunca cuestiona y que simplemente legitima. La filosofía se vuelve la ciencia de adoración de abstracciones, y peor, su más férrea y fanática defensora.
Permítanme ilustrar los que hacen las disciplinas cuando se convierten en transcendentes. En su obra cumbre ‘The Mirror as Mind’ Rorty dice ‘un vocabulario intencional es solo un vocabulario más para hablar sobre partes de un mundo que, de hecho, se pueden describir completamente sin este vocabulario’. Es decir, todo signo puede ser representado por otros signos y la realidad es la conjunción infinita de signos y por tanto de seres que crean signos. Lo que pretenden las disciplinas transcendentes es frenar el proceso de significación, apropiarse del signo y legalizar la idea de que solo ellas conocen la verdad del signo y por lo tanto solo en ellas hay significación.
La filosofía occidental ortodoxa está apuntalada en suponer un ser y/o un modelo de existencia que siempre está en el más allá de toda realidad y que dirige toda realidad desde ese lugar (divino) de ocultamiento. El pensamiento occidental ha sido una carrera diabólica entre filósofos para eliminar el mundo deletéreo de las ‘suposiciones’ del ser (el Eidos platónico, la mente cartesiana, la síntesis kantiana, el Dasein heideggeriano) solo para ensillar al mundo con otras nuevas. Se trata de un ritual envuelto en misticismo, contaminado por la promesa del fin de las presuposiciones solo para abrir la puerta a otras más estrictas, simplemente duplicando y diseminando el fantasma del ‘hombre ideal’ vernáculo de toda la filosofía occidental.
Me parece entonces que una misión urgente es desjerarquizar la filosofía, ‘desencriptar’ su orden íntimo con el poder como dominación. Desjerarquizar implica varios movimientos insurgentes concatenados, que exploraremos inmediatamente.
En mi más reciente libro a ser publicado en septiembre de este año[2], me uno a amplios esfuerzos teóricos y prácticos para desjerarquizar no solo la filosofía, sino toda disciplina que se dé aires de poseer algún tipo de privilegio a la hora de describir y habitar el mundo, una mirada superior, integradora y final de cualquier realidad. El libro pretende demostrar que el mundo en el que vivimos es un mero simulacro de poder y que el único mundo posible es un mundo integrado por todos los seres que producen diferencia de manera inmanente. En otras palabras, que nadie, ni ninguna disciplina puede ofrecernos una versión final, absoluta y suprema de la verdad, se requiere de todos los discursos y sus aperturas para siquiera comenzar a hablar de ‘verdades’.
Ahora bien, nuestra filosofía colonial ha creado una forma de conocimiento (epistemología), una forma de contar (política) y de hacer (ética) que aliena la posibilidad de cualquier tipo de política como una comunidad de diferencias. La filosofía del derecho ha sido una forma de privilegiar la identidad y la unidad en contra de la abundancia de la diferencia, para perpetuar el poder como dominación (potestas) en contra de toda forma de creación discreta pero múltiple de diferencias. El llamado a una filosofía rebelde es el llamado a destituir una filosofía que se alce con la verdad como un trofeo y cierre el discurso como tribunal último, y sustituirla por una que posibilite la expresión de todos los seres que han sido suprimidos u ocultados por formas de dominación.
La filosofía que estamos buscando, no puede ser servil, hay que descolonizarla. La teoría de la desencriptación del poder que formulé junto con Gabriel Méndez y que vengo decantando hace varios años significa que no existe una unidad rígida o una identidad implícita de las cosas y las disciplinas, sino la posibilidad de crear nuevas formas de participación al desobedecer cada orden trascendente.
¿Se abre un espacio insólito para la emergencia de una filosofía del derecho que confronta una larga tradición?
Estamos en un curso de colisión entre una filosofía del derecho esencialista y una rebelde. La primera está plagada de suposiciones trascendentes guidas por una sed de poder, poder en su peor acepción, no como sed de producción de diferencias y afectos, sino como dominación y estrangulamiento de todo lo que circula libremente. La segunda entiende que no hay un orden de órdenes de lenguaje que pueda traer la verdad a todo lenguaje, sino lenguajes horizontales entrelazados donde cada uno es contingentemente necesario para entender y construir la realidad.
Debemos romper con una tradición que ve en la filosofía una forma de pensar y hacer eminente, que supuestamente vigila toda realidad desde un olimpo solemne y hermético, (donde sus miembros venden la idea que son “elegidos” pero realmente compraron su entrada).
Para Descartes la filosofía tenía que obrar como el tribunal de la verdad de las ciencias. Kant convirtió este tribunal en el de la verdad de la libertad moral. Si se ve bien, incluso en estas supuestas antípodas la filosofía ortodoxa sigue confiando en que ella es un tipo de disciplina ‘Alfa’, que puede dar cuenta de toda multiplicidad, que puede de una buena vez explicar todo discurso y acción. Ahora bien, hay toda una revolución en la filosofía por aclarar su foco, por aplanar sus ambiciones desquiciadas sobre la verdad y fijarla como otra de muchas herramientas prudentes para no solo acercarse a la verdad, sino crearla. Su precursor es Spinoza, pero se acelera a partir de Wittgenstein y Peirce, y luego Derrida, Federici y Ranciere, pero sobre todo de pensadores considerados periféricos o de lugares periféricos como Mariategui, Franz Fanon y más recientemente Enrique Dussel, Ngũgĩ wa Thiong'o, Lewis Gordon o Gloria Anzaldúa. Así, la filosofía es aplanada, sus ínfulas desinfladas, conectada en un circuito más plural que podría ayudarnos humildemente, como una luz que nos guía hacía la diferencia desde la diferencia y a romper el cerco de la opresión de la unidad-identidad-mismidad.
¿Cómo podríamos entender ese horizonte despejado por las reflexiones en la que se destacan los autores que mencionas, incluyéndote por supuesto?
Si la filosofía, como sostuvo Heidegger, es la interrogación extraordinaria de lo que ordinariamente aparece real, esta nueva filosofía rebelde ofrece una poética del ser. La poética es la respuesta de lo que parece ordinario, pero a partir y a través de lo extraordinario y lo extraordinario como aquello que está oculto por lo ordinario. La poética sigue la división clásica de Aristóteles. Mientras que la teoría (θεωρία) se promulga en pensamiento abstracto y especulativo y praxis (πρᾶξις) enciende una acción para responder a un problema dado previamente, la poética (ποίησις) crea el ámbito de su problemática y por ende la salida a ella. La poética es así creatividad ilimitada, siempre en devenir, sin arché o principio transcendente que la domine y asfixie y por ello como una forma de producción de los no contabilizados (lo extraordinario). La poética es siempre una potencia de lo real que destruye cualquier modelo de previsibilidad, que perturba cualquier posibilidad de anticipar los flujos del poder y del lenguaje. Así, mientras que la desencriptación cuestiona filosóficamente, responde poéticamente.
El credo en el corazón de mi nuevo libro, en referencia al ser y la diferencia, es solo uno: ‘más plano’. Ontologías más planas, líneas de comunicación más planas, que no significan monotonía o uniformidad, sino la liberación de la profusión de la vida a través de superficies más planas donde ninguna jerarquía o modelo puede forjar la visión privilegiada del mundo y, por lo tanto, donde toda la fertilidad y exuberancia del ser puede cobrar vida y reproducir la diferencia infinitamente.
¿En el contexto latinoamericano -colonizado y colonial por demás en términos de educación jurídica- ves posibilidades a esa respuesta poética, o estas apuestas son apenas marginales?
Una de mis grandes preocupaciones es que nuestra filosofía del derecho no solo no ha encontrado una forma de negar estas suposiciones trascendentes, y zafarse así de ser una mera reproducción de la dominación, sino que cada vez retrocede a otras ramas o disciplinas que sirven para acolchar y ocultar sus dramas. Por ejemplo, en América Latina se aproxima de manera acrítica a la epistemología y a la sociología.
El problema de la preeminencia de la epistemología es que el conocimiento que emplea como su supuesta matriz es un término muy vasto e inaprehensible, por lo tanto, siempre está determinado por una decisión violenta y arbitraria de qué cuenta como conocimiento, cómo y para qué se usa y especialmente quién tiene acceso al mismo. La epistemología es fracturar el mundo entre un saber noble y digno y otros espurios que deben ser sometidos a la aniquilación. Este tipo de epistemología impone violentamente su zona de demarcación y ha sido la válvula matriz de la colonialidad para crear la ilusión pseudo- fundamentada en la ciencia de una civilización única y superior que dominaría y absorbería todas las demás semi-civilizaciones y anti-civilizaciones, y de ahí las razas y formas de género inferiores.
Del otro lado, hay que ser muy crítico con un tipo de sociología sin dientes, letárgicamente inocua y muy en boga en América Latina, divulgada desde Estados Unidos que recrea otra forma de fundamentalismo científico. Contra los constructivistas sociales que asumen una totalidad de lo social (como ‘estar ahí’ o mera presencia) como algo ya finalizado, les invito a estudiar la teoría del actor-red propuesta por el francés Bruno Latour y el mexicano Manuel DeLanda. Ella demuestra que la sociedad, considerada como una totalidad o un fin en sí misma, no puede interpretarse más que como una forma trascendente y por tanto autoritaria que cierra las puertas a cualquier potencialidad de transformación desde la teoría. La teoría nos ha mostrado que no hay una totalidad de lo social, solo ensamblajes sociales que ya contienen dentro de ellos cuerpos, máquinas, estructuras y discursos.
Ahora bien, representar el concepto de sociedad como marco y fuente de representaciones es dar otro nombre a los modelos trascendentes, aquellos que se esconden a salvo en disciplinas arrodilladas que están desesperadas por redimirse ante el tribunal de la ciencia. Las actuaciones sociales no desarrollan nada, no ofrecen nada novedoso, son un dado (given), una forma de eminencia diseñada para inhibir la diferencia en nombre de una consistencia mitológica de las formas. Lo social como totalidad es una ilusión. El escape de la filosofía a la sociología, que en Colombia está tan de moda, es el escape del abrigo de un padre sádico a otro.
Esta comprensión nos obliga a acabar de una buena vez con el concepto de fuerzas sociales y, por lo tanto, de la sociedad, como un pico, como una máquina que es integral y autorreferencial. Si lo social existe, no vale la pena el tiempo o el esfuerzo ya que reconstruirlo es simplemente reconstruir la amalgama de multiplicidades que lo producen. La sociedad, de existir, es el producto y no la causa de las multiplicidades. Al destronar las sustancias y la trascendencia, debemos hacer lo mismo con la sociedad (o lo social) cuando se presenta como la forma de la sustancia y el ápice de la trascendencia a través de la cual se organiza todo lo demás. ‘Todo es social’ equivale a ‘todo es natural’, un fraude, ambos son las dos caras de la moneda del dogma y no manifiestan otra cosa que pereza intelectual.
Nos oponemos así a lo social como totalidad, a la filosofía como última y suprema justificación, a la epistemología como recaudo final del conocimiento, son tres formas diversas de mantener el aparato de la dominación y la violencia a nombre de modelos transcendentes. Todas ellas, bajo el ala de la filosofía suponen un punto final de la representación de signos donde todo es entonces necesario. Lo que debemos tener claro es que es imposible deshacerse de los métodos de representación, esto equivaldría a deshacernos del lenguaje. Como nos han enseñado Bergson y Peirce, no puede haber un despeje de signos que convierta a los signos en necesarios, o un signo que los convoque a todos. Sin embargo, lo que resulta fundamental es evitar que ninguna representación sea entronizada como la forma trascendente de comunicación; lo que es crucial es entonces liberar la filosofía de formas de representación que dicen ser la representación de todas las representaciones.
¿Podrías explicitar en que consiste la teoría de la encriptación del poder? ¿La encriptación del poder tiene un lugar dentro de la filosofía del derecho, o esta crea su propio lugar en tanto crítica, incluso de aquella?
La encriptación del poder es la imposición de simulacros institucionales de diferencia que condicionan, neutralizan o prohíben la agencia política reduciendo la diferencia a modelos estáticos y sólidos de identidad. En otras palabras, la encriptación del poder está diseñada para simular el poder (democrático, constituyente) y para prohibir o condicionar el ser y colapsar la agencia política (poder constituyente, resistencia) en estructuras fijas (poder constituido).
Como hemos sostenido obstinadamente, la encriptación como una forma intencional de ocultar los significados de un sistema de símbolos es una característica propia de cualquier lenguaje, es eso lo que hace que todo lenguaje sea elástico, móvil, resistente, poético, imaginativo, por lo tanto, este no lo disputa la teoría. Sin embargo, estamos ante una tipología completamente diferente cuando tratamos con la ‘encriptación del poder’. Aquí, estamos ante una prohibición primordial (política, legal, racial) para acceder a la programación y los usos del lenguaje (como el primer común de la diferencia) a través de calificaciones y condiciones permanentes para el ejercicio del poder y, por lo tanto, una estratificación rígida para la pertenencia a cualquier mundo posible. La máquina de encriptación más sofisticada en la colonialidad es la idea constitucional; a través de ella, se establecen jerarquías (raciales, de género, nacionales), los bienes comunes se privatizan y la democracia se destruye en su propio nombre, mientras que el capitalismo se instala como la única verdad global.
Solo hay mundo cuando está compuesto de todas las diferencias que pueden producir y comunicar la diferencia. Así, el poder es el ejercicio de la diferencia inmanente o su privación. Lo que inhibe la encriptación del poder es la posibilidad de comunicar significados que no estén definidos de antemano por un modelo trascendente (estado, constitución), donde el léxico político está jerarquizado y la posibilidad de su accionar predeterminada y reservada para unos pocos que retienen los códigos de sus usos. Donde hay encriptación de léxicos hay una jerarquía de seres y objetos en el mundo. Aquí podemos parar y preguntarnos si existe una disciplina tradicionalmente más encriptadora que la filosofía del derecho. Sin embargo, lo que está ocluido por la encriptación no es el lenguaje en sí, sino el proceso de su transmisión, las normas con las que opera y los medios por los cuales se distribuye, pero principalmente, la realidad a la que se refiere. Lo que garantiza la encriptación es un control social y político jerárquico absoluto sobre las áreas de conflicto que son debatibles y las bases empíricas y normativas que pueden surgir en cualquier discurso. En adelante, la realidad se convierte en lo que el experto en cuestión (encriptador) dice que la realidad es.
Es por eso por lo que, para la encriptación del lenguaje, es fundamental crear la idea de una totalidad (el estado nación, la constitución) que sea anterior y superior a cualquier interacción que pueda emerger entre las diferencias. La totalidad retiene en su interior la distribución de partes que le son integrales, creando simultáneamente el mecanismo para calcular cada aparición de toda posible relación. Un régimen de encriptación anticipa la emergencia de la diferencia y trata de paralizar su formación y expresión. El punto culminante de la encriptación es que, dentro de una totalidad, la posibilidad de significado ya está distribuida entre los centros de significación, es decir se trata de un aparato para paralizar la diferencia e inhibir la novedad. La encriptación es, por lo tanto, la negación de la democracia (el orden de diferencia) a partir de la imposibilidad de la política a través de la alienación del lenguaje que hace posible el mundo.
Del otro lado, la desencriptación del poder es entonces el rechazo fundamental de la política como la imposición de cualquier finalidad (Entelecheia) fundada por modelos invisibles e intocables. Lo que niega toda finalidad es la posibilidad misma de una relación de poder.
Existen dos elementos claves para la encriptación. Primero, el encriptador tiene la capacidad de programar reglas completamente consistentes dentro del lenguaje. La imposición y naturalización de los regímenes jurídicos, las arquitecturas morales y los modelos estéticos de selección comienzan a través del otorgamiento de la consistencia del lenguaje como potestas. Y segundo, la potestas siempre se reserva la última palabra para sí misma.
Ahora bien, ¿Qué encontramos cuando desencriptamos? Pues es vital enfatizar que no hay un significado Alfa (Aleph) ocultado por la encriptación que debamos develar, como si algo primordial hubiera sido expropiado y resignificado, y por lo tanto al invertir (poner los pies de cabeza) la construcción ella revelaría no sólo el acto de ocultamiento, sino la verdad en estado puro. La desencriptación no trata de extraer el verdadero significado de una proposición controlada por un contexto dado, sino de descubrir cómo ese contexto se construyó a través de una exclusión primordial de la diferencia. Por lo tanto, la desencriptación tiene como objetivo desbloquear la producción del lenguaje, porque toda producción del lenguaje es producción del poder y este el único lugar de lo político.
La encriptación siempre está destinada a producir un efecto (y afectar el poder) pero no siempre a otorgar sentido: a veces está destinada a crear una reacción de confusión, ya que el encriptador se aferra al significado deseado hasta que sujeto de la encriptación sea desterrado del lenguaje. La gramática en la encriptación usurpa la construcción de lenguajes, domina el signo para prefigurar cada uno de sus resultados, no porque pueda anticiparlo de hecho, sino porque secuestra el poder de describir su operación preeminentemente de manera ex post facto. Como hemos explicado antes, la encriptación pretende una reacción del tipo ‘Sé lo que dice, pero ¿qué significa?’
Sin embargo, la potestas no es meramente lingüística, o un aparato que puede analizarse simplemente como tal, es más bien la operación oculta detrás del lenguaje, lo que yace en la oscuridad y extiende sus manos esculpiendo las proporciones de la realidad dentro del lenguaje. Abordarla, no es abordar un tropo lingüístico que ya está ordenado como algo visible y, por lo tanto, definible.
¿Anteriormente has trabajado con dos categorías que son -si me permites la expresión- clivajes importantes para tu construcción teórica: Pueblo oculto y soberanía; pueden hoy sintonizarse con lo que estás planteando sobre la encriptación del poder o simplemente han agotado su repertorio?
Un concepto integral a la encriptación del poder es la constitución de un pueblo oculto, veamos.
El concepto del pueblo se convierte en una sinécdoque, donde una falsa totalidad (el pueblo de las declaraciones de derechos y las constituciones, los incluidos) personifica (simboliza y representa falsamente) una infinitud imposible (los excluidos, los pueblos ocultos, seres marginalizados). El pueblo como una totalidad es una sinécdoque pars pro toto, es decir, una parte determinada arbitrariamente (los pueblos blancos, el deudor dentro de un estado nación) define un infinito inalcanzable (una abstracción de un colectivo). Opuesta a la totalidad, como su lado oscuro, encontramos los seres que no cuentan y escapan a todo registro de los métodos de reconocimiento del liberalismo, los marginados y condenados. La ambivalencia radica en que el pueblo como totalidad solo puede existir y desplegarse, sí y solo sí, mantiene esa otra zona del pueblo, oculta.
Al ser el exceso no representable de las democracias liberales, el pueblo oculto escapa toda contabilidad y simboliza lo que existe más allá de lo representable. No obstante, y esta es la encriptación esencial de la modernidad, tiene que ser falsamente incluido para otorgarle consistencia a la fantasía de la totalidad. Este es el punto donde comenzamos a entender que el pueblo oculto es tanto la exclusión del sistema como su simbolización. El pueblo como una sinécdoque une una parte que es un excremento de la totalidad y lo que le falta a dicha totalidad para convertirse en una verdadera totalidad.
Es fundamental comprender que el surgimiento de la modernidad / colonialismo depende de un hecho político único, la brutal separación entre el poder constituyente y la soberanía. A través de esta operación, el poder constituyente, como el poder ilimitado original del pueblo para crear un sistema de gobierno, es secuestrado y suspendido entre el estado y su ley, en el mismo acto, el poder constituido confisca la soberanía. No obstante, la separación es doble. A medida que la soberanía es capturada por los poderes constituidos, el poder constituyente del pueblo se convierte en la excepción del gobierno soberano. A partir de esta escisión, las personas se dividen en una ‘generalidad’ que se ajusta a las reglas de la ley de los poderes constituidos (el pueblo nominal, como un simulacro de poder vacío) y una parte excluida, el ‘pueblo oculto’ que está suspendido en un estado de excepción donde puede eliminarse, ya sea por ley o por su total ausencia. La degradación del pueblo ante el derecho, y su sumisión a la soberanía, marca la imposibilidad del poder constituyente inmanente.
¿ Qué papel juega el Reformismo[3]en este andamiaje?
Una vez que el liberalismo ejecuta su gran hazaña de colapsar el poder constituyente en poder constituido, la democracia queda irremediablemente ligada al estado de derecho y ello marca inmediatamente los límites de la acción del pueblo. La fusión entre la democracia y el estado de derecho significa que aquella está contenida dentro de esta, una neutralización de la democracia que convierte la resistencia en un acto criminal. La idea del enemigo se refuerza, porque la resistencia no solo lucha contra el estado y su estado de derecho formal, sino contra la democracia misma, ahora atada irremediablemente con el capitalismo. El reformismo lleva a que las reglas se mantengan intactas, y la regla estructural del derecho liberal es el mercado capitalista.
Por lo tanto, es relevante preguntar sobre la capacidad transformadora del ‘reformismo’. En este punto debe quedar claro que, contra el capitalismo, cualquier tipo de reformismo, especialmente en términos constitucionales tradicionales, equivale a la obediencia y, en consecuencia, no funciona, sino que más bien perpetua las condiciones de desigualdad. Con el reformismo, la desobediencia queda atrapada dentro de los ciclos capitalistas, lo que finalmente crea una relación instrumental e inquebrantable entre el reformismo y el capitalismo. Los reformistas ‘progre’ son seres golosos de la opresión que jamás sufren en carne propia.
Algo completamente diferente sucede cuando la desobediencia reconoce la obscenidad del derecho y logra separar la democracia de su gobierno, reconociendo que los universales que dominan la legalidad (¡el pueblo!) Son la justificación de un régimen que es la negación total de la democracia. Este es el momento en que la desencriptación como desobediencia lucha contra la atrofia de la democracia, el gobierno de los expertos y sus procesos de decisión. Es éste el fusible que desencadena un contacto entre el pueblo oculto, legalmente ausente, pero en resistencia, con el pueblo como una totalidad imposible. Por ello, como he repetido en varias ocasiones, desencriptar mas que una teoría es el sistema nervioso de la resistencia democrática.
¿Quisieras agregar algo más a lo dicho?
Realmente no.
Entonces, no queda más que agradecerte el tiempo que nos has concedido. Muchas gracias, Ricardo.
A ti, Juan
Notas e Referências
Utilicé mis siguientes obras para justificar algunas partes de las respuestas
Sanín-Restrepo, Ricardo 2020. Being and Contingency: Decrypting Heidegger´s Terminology. London & New York: Rowman and Littlefield International. (en prensa).
Sanín-Restrepo, Ricardo, ed. 2018. Decrypting power. London & New York: Rowman and Littlefield,
Sanín-Restrepo, Ricardo. 2016. Decolonizing democracy: Power in a solid state. London & New York: Rowman & Littlefield International.
Sanín-Restrepo, Ricardo. 2014. Teoría Crítica Constitucional. Valencia: Tirant lo Blanch
[1] Si bien en la totalidad de mi obra respondo a estas tres formas me dedicaré en esta entrevista a exponer mas a fondo los puntos 1 y 3.
[2] Sanín-Restrepo, Ricardo. 2020. Being and Contingency: Decrypting Heidegger´s Terminology. London & New York: Rowman and Littlefield International.
[3] La idea de que se deben reformar las instituciones existentes y no abolirlas.
Imagem Ilustrativa do Post: Deusa da Justiça // Foto de: pixel2013 // Sem alterações
Disponível em: https://pixabay.com/pt/photos/justitia-deusa-deusa-da-justi%C3%A7a-2597016/
Licença de uso: https://creativecommons.org/publicdomain/mark/2.0/