Coluna Fictio Iuris
El artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el derecho que tiene toda persona a la educación, entendiendo por esta, en los mismos términos del citado precepto, aquella que “tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz”.[1]
En la universidad en la que imparto clases nos encontramos próximos al cierre de semestre, lo que implica el ya famoso y, por muchos, temido momento de entrega de calificaciones. Precisamente, ese momento es sobre el que he pensado mucho desde hace ya unos cuantos años. Desde que empezamos nuestro andar educativo por las guarderías, la primaria, la secundaria y demás niveles, somos clasificados en función de nuestras calificaciones, sin embargo, no debemos permitir, ni siquiera pensar, que esas notas condicionarán nuestro futuro. ¿El hecho de que un alumno obtenga un 10 en un examen supone que será el próximo presidente del país?, o ¿el alumno que obtuvo un 2 ya está desahuciado y su destino será la indigencia? Por supuesto que ni en una ni en otra se puede presumir eso, sin embargo, veo que en la educación actual parece haberse olvidado el objeto del que habla la Declaración Universal de los Derechos Humanos para quedar condicionado todo a una calificación de una prueba que, en mi opinión, en una gran cantidad de casos, se reduce, únicamente, a un ejercicio memorístico. Recuerdo, perfectamente, cómo compañeros de aula que parecían apuntar muy alto, fueron quedándose poco a poco en el camino de la indiferencia, siendo uno más de la masa social sin destacar en ningún aspecto, de igual forma que otros, por los que prácticamente nadie apostaba, terminaron por conseguir ciertos logros.
El objeto de la educación no puede ser catalogar a un estudiante como una persona que tendrá éxito o no dependiendo de su calificación, la cual, muchas veces, como digo, solo depende de la capacidad de memorizar, pero no de comprender, de razonar o de argumentar. En este punto, creo que tenemos mucha culpa los profesores.
A lo largo de mi paso por universidades españolas y mexicanas me he percatado de que hay profesores que no admiten ser rebatidos bajo ninguna circunstancia, siendo más aleccionadores que educadores y, con ello, quebrando el objeto de la educación al dejar de lado la tolerancia, creando miedo en los alumnos a opinar diferente y, finalmente, vulnerando los derechos humanos y libertades fundamentales al, entre otras muchas cosas, no respetar la libertad de expresión -obviamente respetuosa- del estudiante. Al no potenciar las habilidades críticas, de lógica y de creación del conocimiento de los alumnos no nos podemos rasgar las vestiduras cuando, después, vemos unas manifiestas y alarmantes faltas de capacidades de individuos que ostentan cargos de gran responsabilidad, pues si la educación se entiende como la creación de un autómata a partir de un estudiante, posteriormente no podremos exigir que ese autómata razone y piense por sí mismo, resolviendo problemas de la vida real que se escapan a lo revisado entre las paredes del salón de clases.
He escuchado, infinidad de veces, profesores que dicen que los alumnos aprenderán de verdad cuando estén trabajando en empresas. Si esto es así, entonces ¿para qué impartimos clase si hasta que no inicien en el mundo laboral no van a aprender?, ¿qué sentido tiene exigir asistencia de los alumnos si lo que vamos a ver en clase no les va a servir hasta que trabajen? y ¿qué es lo que calificamos realmente cuando hacemos uso de la clásica escala de 0 a 10? Algunos -o muchos- dirán que la educación recibida en los diferentes niveles sirve para preparar a los estudiantes para la vida, enseñando respeto, puntualidad, responsabilidad o eficacia, entre otras muchas virtudes o capacidades, sin embargo, no comparto esa visión, pues todo ello se debe enseñar en casa y perfeccionar en la escuela, instituto, universidad, etc. pero nunca se puede dejar la única responsabilidad de ello a los profesores. De igual forma, los profesores no debemos ser enciclopedias andantes que se limitan a acudir al aula, regurgitar el tema del día y abandonar el salón y, mucho menos, cuando todo eso se hace con aires de grandeza y superioridad, pues ello repercute en un lógico desinterés del alumno que hace que, posteriormente, odie la asignatura, lo que, al final, puede provocar absentismo.
Si uno de los objetivos de la educación es desarrollar la personalidad humana, entonces se debe empezar por identificar al alumno como una persona, y no como un ser inferior que recibe conocimientos pero que no los puede criticar, pues no debemos olvidar que más allá de los egos, soberbia, altanería o testarudez de ciertos profesores por tener la verdad absoluta en su poder, el aula es un espacio de creación del conocimiento; no solamente de absorción.
Notas e Referências
[1] Naciones Unidas, Declaración Universal de los Derechos Humanos, disponible en https://www.un.org/es/about-us/universal-declaration-of-human-rights, consultado el 08/05/2022.
Imagem Ilustrativa do Post: Figures of Justice // Foto de: Scott Robinson // Sem alterações
Disponível em: https://www.flickr.com/photos/clearlyambiguous/2171313087
Licença de uso: http://creativecommons.org/licenses/by/2.0/legalcode