Queridos amigos Brasileiros: siempre me ha interesado la cuestión de cómo se vigila a los vigilantes en los distintos lugares del mundo en los que la democracia ha sido llevada a costa de un gran esfuerzo por los “vigilados”, es decir, por los titulares de derechos fundamentales. Por nosotros. Hace unas semanas cayó en mis manos un estudio de Derecho comparado, titulado “EL CASTIGO DEL JUEZ INJUSTO. UN TRABAJO DE DERECHO COMPARADO”, escrito por el profesor español RAMÓN FERRER BARQUERO, célebre criminalista y criminólogo, en el que se analizaba la cuestión de la represión de la prevaricación judicial desde la perspectiva de los ordenamientos de varios Estados, y me llamó especialmente la atención el dato de que en los Estados Unidos no existe un delito específico para castigar el dictado de una Sentencia o resolución injusta, aunque si la conculcación, por cualquier funcionario o servidor público, de los derechos fundamentales de un ciudadano.
Aunque mi obra preferida en esta materia siempre ha sido y será, me parece, el clásico del profesor italiano MAURO CAPELLETTI “WHO WATCHES THE WATCHMEN?. A COMPARATIVE STUDY OF JUDICIAL RESPONSABILITY”, que se publicó hace ya muchos años, en el lejano 1983, en el “American Journal of comparative Law”, nº 31. Un trabajo ya entrado en años, pero lleno de vida. Sesenta y dos páginas deliciosas, sin posible desperdicio, a pesar de todos los cambios jurídicos que se han sucedido en nuestros ordenamientos, principalmente en Brasil, Argentina, Colombia y Chile, en los treinta años transcurridos desde su publicación.
Creo que debería ser lectura obligatoria en todas las facultades de Derecho.
Distingue CAPELLETTI tres modelos de control para asegurar la sumisión de los jueces (Watchmen, vigilantes) a la ley: primero, el modelo de dependencia, que supone el reconocimiento de un poder de control a otro poder del Estado, el legislativo. Segundo, el llamado modelo autónomo o “corporativista”, que asigna el control al propio poder judicial, a través de un órgano formado por los propios jueces (los vigilantes se vigilan a sí mismos); y por último, el modelo de órgano de control ad hoc, en el que se crea un órgano constitucional especial, con diversos niveles de control por parte del legislativo, del ejecutivo, y de la propia judicatura.
En los Estados Unidos, impera el llamado Juicio por Responsabilidad o Impeachment, previsto en la propia Constitución norteamericana, que hace posible que los jueces federales sólo puedan ser destituidos después de ser acusados ante la cámara baja y juzgados por el senado. Este modelo ha sido tomado por algunas legislaciones latinoamericanas, como la vuestra, brasileña, y las constituciones de México y Puerto Rico.
Pero, mismo mientras el Impeachment tiene lugar a nivel de responsabilidad política, y concluye, en caso de salir adelante, con la destitución del sujeto procesado, no supone la criminalización de una conducta por parte del Juez, lo que determinaría la imposición al mismo, no de una responsabilidad política, sino la mayor expresión de rechazo, censura y desaprobación que el Derecho –la colectividad, en cumplimiento de la ley penal como contrato social– puede dirigir a uno de sus watchmen: la imposición de una pena personal, más allá de la separación del cargo.
Por eso, lo que más me llamaba la atención, según explicaba al principio, no es la misma destitución de un Juez, sino su incriminación por un delito, en particular por dictar una sentencia injusta, “a sabiendas”, que es lo que en nuestro Código Penal español, se castiga como conducta básica de la prevaricación de un Juez.
El trabajo del que os hablaba al principio, que es realmente magnífico, incluso desde el punto de vista histórico, se titula “EL CASTIGO DEL JUEZ INJUSTO. UN TRABAJO DE DERECHO COMPARADO” y se encuentra publicado –con acceso a través de internet, por el Center for the Administration of Justice de la Florida International University.
Según el profesor FERRER, no es posible encontrar en el Derecho penal norteamericano la tipificación de un delito prevaricación o prevaricato según el modelo europeo, especifico para la represión de los jueces que hayan incurrido en injusticia consciente y manifiesta, tal como lo conocemos en España y en la mayor parte de los países latinos; ni lo encontraríamos en las legislaciones de los distintos Estados USA, ni tampoco en la legislación punitiva federal, contenida básicamente en el United States Code, cuyo título 18 se dedica a los “Crimes and Criminal Procedure”.
Dentro de esta sección, el único paralelismo que puede apreciarse entre las figuras de delito europeas y latinas y el Código Penal norteamericano, se encuentra en la Sección 242 de la parte primera del citado título 18, en la que se castiga una conducta de conculcación de los derechos constitucionales de un ciudadano, desde el abuso de una posición pública. La incriminación de esta conducta se reserva a todo servidor público, incluidos los jueces.
En base a esta Sección, fue condenado el Juez estatal David W. Lanier, quien forzó a varias mujeres que habían litigado en pleitos seguidos ante aquel, a mantener relaciones sexuales con él, actuando, tal como dice la ley, “under color of law”, es decir, bajo la cobertura de la ley que le ha colocado en una situación de autoridad. lo que supone, según dice la sentencia que condenó a este Juez, abusar del poder que se posee en virtud de una ley estatal.
Se trata de un delito en el que no sólo se lesiona el bien jurídico de la recta Administración de justicia, sino también la libertad sexual de las mujeres que pudieron tener que ceder ante un chantaje sexual para ver llevado el reconocimiento de sus derechos –justa o injustamente, hay que decirlo– al fallo de una Sentencia.
Así fue en el caso del Juez federal David W. Lanier, quien fue condenado por cinco agresiones sexuales a diferentes, dependientes del mismo como empleadas o que habían litigado en un proceso ante su tribunal, Según el Tribunal de distrito de Tennessee, la conducta del Juez vulneraba la sección 242, pues el Juez había actuado abusando de su posiciones judicial, bajo la aureola de autoridad oficial que impregna el rito procesal e infringiéndose no sólo los derechos de las mujeres a la bodily integrity y sino también la personal privacy y la dignity que el Derecho norteamericano ampara y que deben quedar a salvo de cualquier ataque de los poderes del Estado.
Igualmente fue condenado a través de una figura de delito próxima al anterior, el Juez Samuel S. Smith, el cual fue juzgado y convicto por el tercer circuito de Florida. Este Juez fue acusado de haber violado la sección 1503, del Título 18 del Código al aceptar dinero por proteger, a raves de las resoluciones que dictaba y las órdenes que impartía, a ciertas personas y sus actividades cuya ilicitud conocía.
Según esta Sección, “
“Whoever corruptly, or by threats or force, or by any threatening letter or communication, endeavors to influence, intimidate, or impede any grand or petit juror, or officer in or of any court of the United States, or officer who may be serving at any examination or other proceeding before any United States magistrate judge or other committing magistrate, in the discharge of his duty, or injures any such grand or petit juror in his person or property on account of any verdict or indictment assented to by him, or on account of his being or having been such juror, or injures any such officer, magistrate judge, or other committing magistrate in his person or property on account of the performance of his official duties, or corruptly or by threats or force, or by any threatening letter or communication, influences, obstructs, or impedes, or endeavors to influence, obstruct, or impede, the due administration of justice, shall be punished as provided in subsection (b).”
Existe en esta norma una tímida referencia al intercambio ilícito de dinero por un servicio que el juez no puede prestar. La referencia al dinero esta implícita en la palabra “corruptly” junto a la mención de la amenaza y de la violencia física (by threats or force).
Aunque en un enorme número de casos, el juez prevaricador toma su decisión injusta movido por intereses económicos, no siempre es así. Las normas penales de los Estados modernos no exigen tal requisito, para la incriminación de conductas injustas de los jueces; y en mi opinión esta es una postura normativa político– criminalmente inteligente, pues el “hallazgo” de una resolución manifiestamente injusta depende de un complejo juicio de valor por parte del tribunal (recordemos: watchmen juzgando a un watchman) y se trata de un proceso en el que la prueba sobre los hechos se reduce a su mínima expresión. Hay una resolución judicial, unas partes y testigos que ofrecen su posicionamiento sobre unos hechos que normalmente habrán quedado perfectamente y ampliamente documentados. Pero la prueba del cohecho, de la oferta, aceptación y recepción de una cantidad de dinero, rompería los cuadros de prueba dirigiendo la actividad probatoria hacia un plano mucho más borroso. Y ello permitiría al inculpado (Watchman) liberarse de toda responsabilidad colocando a las acusaciones en el difícil reto de probar que sí recibió alguna cantidad de dinero, y que la resolución dictada por el mismo, contraria a la ley que juró acatar y hacer acatar a otros, obedece a esa suma de dinero o a esos bienes recibidos como contrapartida de lo que no se puede vender –la justicia– por estar fuera del comercio de los hombres. (extra commercium)
Tampoco aparece una exigencia directa de recepción de dinero en la tipificación de la PREVARICAÇAO del Código penal brasileiro, en cuyo art. 319 se castiga al funcionario –no sólo al juez– que incurre en la conducta de “Retardar ou deixar de praticar, indevidamente, ato de ofício, ou praticá-lo contra disposição expressa de lei, para satisfazer interesse ou sentimento pessoal”
Por la ubicación sistemática de la norma, lo primero que se puede decir es que el sujeto activo del delito no es sólo el funcionario judicial, sino todos los funcionarios públicos. El bien jurídico tutelado no es, pues, estrictamente a Administración de Justicia, sino el recto funcionamiento de las Administraciones Publicas en general. Claro que, si el acusado (Watched watchman) es un juez, entonces estamos preservando la integridad del cometido de la impartición de la Justicia que el Juez estaba obligado a dispensar con independencia, imparcialidad, racionalidad, publicidad y riguroso respeto de la ley y de los derechos de los ciudadanos.
En un plano distinto, diremos que el legislador brasileiro ha llevado al art. 319 la exigencia de dolo, con lo que ha renunciado a castigar la adopción de decisiones contrarias a la ley por una mera imprudencia, es decir, por equivocación en la aplicación del Derecho o“error iuris”; incluso aunque este “error iuris” fuera el resultado de una imperdonable falta de conocimiento de la ley.
El Derecho español, en el que hay una prevaricación específicamente judicial, diferenciada de la prevaricación en que puede incurrir cualquier otro funcionario (art. 404 del Código Penal), exige también una comisióndolosa en la formulación del delito, pero, a diferencia de la prevaricaçao brasileira, el dolo es un mero actuar consciente en contra del injusto, expresado con la alocución “a sabiendas”:
A tenor del art. 446 del Código Penal
“El juez o magistrado que, a sabiendas, dictare sentencia o resolución injusta será castigado:
1.º Con la pena de prisión de uno a cuatro años si se trata de sentencia injusta contra el reo en causa criminal por delito grave o menos grave y la sentencia no hubiera llegado a ejecutarse, y con la misma pena en su mitad superior y multa de doce a veinticuatro meses si se ha ejecutado. En ambos casos se impondrá, además, la pena de inhabilitación absoluta por tiempo de diez a veinte años.
2.º Con la pena de multa de seis a doce meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de seis a diez años, si se tratara de una sentencia injusta contra el reo dictada en proceso por delito leve.
3.º Con la pena de multa de doce a veinticuatro meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de diez a veinte años, cuando dictara cualquier otra sentencia o resolución injustas.”
El Código Penal español exige que el autor actúe “a sabiendas” de la injusticia de la resolución. La referencia que hace el art. 446 a la “injusticia” y la que efectúa el art. 404 del propio Código a la “arbitrariedad” integran lo que la doctrina penalista llama el elemento subjetivo del tipo. Esa conciencia que implica la alocución “a sabiendas” debe abarcar, al menos, el carácter injusto o arbitrario de la resolución. El Tribunal Supremo nos ha enseñado que el delito de prevaricación previsto parea los funcionarios en general en el art. 404 y para los jueces en particular en el 446 del Código Penal, se comete cuando la autoridad, teniendo plena conciencia de que resuelve al margen del ordenamiento jurídico y de que ocasiona un resultado materialmente injusto, actúa de tal modo porque quiere ese resultado, anteponiendo el contenido de su voluntad a cualquier otro razonamiento o consideración. Pero, a diferencia de lo que sucede en el Código Penal brasileño, el español no se remite a “interesse ou sentimento pessoal” del Juez. Tales sentimientos no se consideran, en Derecho español, penalmente relevantes.
En mi opinión, hacer un sitio a los sentimientos personales del Juez en la propia norma jurídico–penal encierra el peligro de que los tribunales encargados de juzgar al Juez infractor (Watchmen) presten oídos al alegato de la defensa que le diga: “…si no se han podido demostrar los sentimientos de mi defendido, ¿Como se le puede condenar por prevaricato…?”
Pienso que la norma española, que tampoco está libre de interpretaciones indeseables y conducentes a la arbitrariedad, como otro día os demostraré, encierra menos peligro en ese sentido. A pesar del entusiasmo de Oliver Wendell Holmes y otros realistas norteamericanos por las ciencias adivinatorias, no es posible entrar en el alma del Juez a través de un análisis semántico de su argumentación judicial ni a través de una semiótica o probática de su conducta en un concreto proceso; aunque sí posiblemente en el conjunto o en un grupo de procesos que se hayan sustanciado ante el mismo, con un objeto que pueda ser relacionado con experiencias vividas por el propio Juez.
Fuera de esos casos excepcionalísimos, entiendo que cualquier referencia de una figura penal de prevaricato a los sentimientos e intereses personales, no debe tiene otro sentido que el de una palmaria desviación de poder; el Juez no buscaba la realización de la Justicia o la aplicación de la ley, según su particular concepción del Derecho. De ahí que el hallazgo de un “interés” personal o de unos “sentimientos” personales, sólo deberían tener una relevancia en el enjuiciamiento del delito del infractor con un alcance meramente probatorio, como acreditación de que era conocedor del “injusto” que estaba realizando, pero sin poder identificarse tales intereses o sentimientos con los elementos subjetivos de la figura penal.
Y ahora que he expuesto algunas –muy pocas– de las opciones posibles en cuanto a la criminalización de la prevaricación judicial, retorno a hablar del Impeachment.
Me interesaba un aspecto en particular, sobre el que existe una enorme polémica: el de la eficiencia –no la legalidad, que queda en otro plano– de acusar penalmente a un Juez, antes o después de haberlo despojado del cargo a través del Impeachment, en los Estados en que éste se admite como medio de vigilar a los vigilantes.
A veces nos preguntamos si es intrínsecamente justo imponer una pena personal –privación de libertad, multa– al funcionario sentenciado a ostracismo perpetuo, como los antiguos héroes griegos que se habían colocado a sí mismos a un paso del poder absoluto –Hiperbolo, Arístides, Alcibíades, Temístocles– perdiendo la confianza, el afecto, los honores y las prebendas económicas de las que habían gozado, cuando ya no disponen, aparentemente al menos, de la “auctoritas” y la“potestas”que les convirtieron en blanco de la envidia colectiva.
Acaso sea más conveniente preguntarse, no por la “justicia” de dicha solución sino por su“necesidad”. Algunos penalistas ilustres han defendido que la pena es una aflicción, es decir, un mal, que sólo se justicia por su necesidad y que cuando ya no es necesaria, no tiene sentido actuar el “Ius puniendi”o derecho de castigar del Estado.
Y es que, si llegamos a la conclusión de que el Derecho Penal debe intervenir para imponer un castigo a mayores sobre el apartamiento de la vida publica que el Impeachment supone, entonces podríamos caer en un doble castigo, esencialmente injusto, un NE BIS IN IDEM, prohibido en la mayor parte de los Estados de Derecho modernos. Y además, puede que en algo muy parecido a una vindicta o represalia, esencialmente innecesaria. Una aflicción impuesta por la voluntad de la sociedad, que no sería necesaria para lograr más que la satisfacción de un atavismo social sin fundamento racional, como aquel temor del hombre ateniense a que otro ateniense pudiera parecerse a un Dios, por lo que se le castigaba”al semidiós con el ostracismo.
Recuerdo un pasaje de Plutarco en el que escribía en tono jocoso una anécdota sobre el ostracismo de Arístides: Se cuenta que un analfabeto, tras entregar su óstrakon a Arístides, le pidió que escribiera el nombre de Arístides. Este asombrado le preguntó si Arístides le había causado algún daño. «En absoluto», respondió, «ni conozco a ese hombre, pero me molesta oírle llamar por todas partes el Justo».
Después de escucharle, Arístides nada replicó. Escribió su propio nombre y le devolvió el óstrakon, continuando su camino.
En los foros y en la literatura norteamericanos, los que creen que un Juez no debería estar sujeto a un juicio penal, con anterioridad o con posterioridad a su remoción, suelen aducir como argumento que el texto constitucional señala (Artículo I, sección 3, cláusula 7 de la Constitución de los Estados Unidos): “las sanciones en casos de Juicio por Responsabilidad no excederán de la destitución del funcionario y la descalificación del mismo de cualquier posición de honor, confianza o ganancia en el Gobierno de los Estados Unidos; pero el funcionario así sancionado será, sin embargo, responsable penalmente y estará sujeto a una acusación, juicio, sentencia y sanción de acuerdo con la ley”.
No obstante, los Tribunales norteamericanos que han tenido que resolver un conflicto acerca del problema, han concluido que dicho precepto no tenía otro objeto que el de diferenciar la práctica americana de la tradición inglesa. La introducción de tal precepto obedecería a la intención de distinguir un proceso penal, como expresión del reproche del poder judicial hacia una conducta delictiva, de un Juicio por Responsabilidad (Impeachment) que es expresión de un reproche de toda la comunidad o sociedad, representada por el Poder Legislativo.
El primer Juez–acusado que pretendió evitar el proceso penal antes de su destitución fue Otto Kerner, miembro de una Corte de Apelaciones federal y exgobernador del estado de Illinois. Acusado penalmente por delitos que habría cometido antes de tomar posesión de su cargo judicial, vio rechazado su alegato de inmunidad por la Corte de Apelaciones, la cual razonaba que “la protección del término vitalicio no es una licencia para cometer delitos o un perdón por delitos cometidos antes de asumir el cargo judicial”
Tampoco acogió la Corte de Apelaciones el alegato de que la admisión de acciones contra un Juez, en abstracto, debilitaría la independencia judicial; pues, dadas las garantías con las que se rodea el estatuto jurídico del acusado en el proceso penal, tal independencia queda mucho mejor preservada que en el marco del Impeachment, en el que se pone de manifiesto la vulnerabilidad de un miembro del pode judicial ante el poderoso legislativo.
En procesos posteriores se puso de manifiesto por los tribunales que el eventual encarcelamiento de un Juez, si bien le aparta de hecho de la función jurisdiccional, no le despoja de su condición de funcionario jurisdiccional ni de sus derechos económicos, pudiendo retornar, a salvo el cumplimiento de la condena, a la función judicial; por lo que la completa y definitiva remoción del cargo sólo se logra enteramente a través el impeachment.
El Juez Harry E. Clairborne, que se vio procesado en 1983 por evasión de impuestos, soborno y falseamiento de informes, fue condenado al año siguiente sólo por el primero de estos cargos, a una pena de multa y a dos años de prisión. El condenado ingresó en prisión sin renunciar a su puesto judicial ni a sus ingresos, y prometiendo que volvería a ejercer su función jurisdiccional al cabo de dos años. En el l Congreso norteamericano se alzaron voces protestando por lo intolerable de esta posibilidad, que el sistema, decían, no podía tolerar. Para muchos, la gravedad de los hechos cometidos, con independencia de lo benigno de la condena, inhabilitaban al acusado para juzgar a otros. El asunto fue remitido al Senado para que constituido en Tribunal Superior para el Juicio por responsabilidad (Impeachment), decidiese en su caso la destitución definitiva del acusado. Entre otras muchas cosas, éste alegó en su defensa que el principio de independencia judicial podía verse dañado por el efecto intimidante que la peana ejercía sobre el Juez.
A este respecto, la Corte de Apelaciones que le juzgaba admitió la necesidad de ponderar, en el enjuiciamiento del Juez–acusado (Indicted, watched watchman) el objetivo de garantizar la integridad del Poder Judicial y la confianza popular en la Judicatura. Pero la Corte concluía que, dados los graves cargos por los que había sido condenado, la balanza debía inclinarse a favor de afirmar el principio de igualdad de todos ante la ley. La presión que la espada de Damocles podía ejercer sobre la independencia judicial era más leve que el daño que su inmunidad podía producir al principio de responsabilidad del Estado por sus propios actos.
Por tanto, la responsabilidad penal de un juez, con anterioridad a ser cesado por medio de un Juicio por Responsabilidades, suponía una menor lesión sobre la independencia judicial que las consecuencias que su inmunidad podrían tener sobre la responsabilidad y transparencia judicial.
Después de Clairborne, han sido muchos los funcionarios castigados penalmente, algunos de ellos jueces, que se negaban a dimitir de sus cargos, incluso después de ingresar en prisión; por lo que han tenido que ser removidos mediante un Juicio por Responsabilidad (Impeachment).
En el sistema penal norteamericano, teóricamente, ni siquiera se requiere la existencia probada de un delito en el ejercicio de su cargo, para que el Impeachment desemboque en el apartamiento definitivo del funcionario o del Juez. En un debate público en la Cámara de Representantes, en el que Gerald Ford ejercía como presidente de la minoría republicaba, llegó a decir que el hecho fundamentador del Impeachment un acto por el que un funcionario puede ser cesado es “lo que la mayoría de la Cámara de Representantes considere en un momento dado de la historia”, y que “la determinación de la culpabilidad es el resultado de cualquier acto que dos tercios de la otra cámara (senado) estimen suficientemente grave para que el acusado sea removido de su cargo”.
En algunas ocasiones el senado en funciones de Tribunal Superior para el Juicio de Responsabilidad ha expresado su preocupación por el hecho de que, mientras una previa condena penal supone un solido fundamento para el Impeachment, en cambio un pronunciamiento absolutorio por alguno de los delitos objeto de acusación deja sin base el Juicio por Responsabilidad posterior.
Con todo, un amplio sector de juristas norteamericanos creen que la introducción de un delito de prevaricación judicial, según los modelos europeos y de la mayor parte de los países latino, incluido Brasil, alberga un cierto peligro para la libertad de decisión del juez, el cual, se dice, podría verse expuesto a represalias por parte de quienes resultaron condenados o perjudicados en sus personas o patrimonios, por las decisiones judiciales dictadas por el primero.
Yo todavía no he tomado una decisión definitiva acerca de la compatibilidad entre el juicio penal por prevaricación y el Impeachment.
Por un lado, me parece claro que la sociedad tiene un derecho incontestable a dirigir un reproche a quien ha elegido como detentador de la institucionalización de las garantías del Estado de Derecho, la autoridad judicial, para formularle una censura que suponga un apartamiento definitivo de aquella función que atribuía al voraz zorro el cuidado de las gallinas del corral.
Pero, por otro lado, me pregunto: apartado el zorro del corral y de las gallinas, ¿Es necesario encerrarlo, además, en una jaula, para que no cause nuevos estragos entre los animales que vigilaba?
La granja y el corral han quedado bajo la custodia de otros guardianes, o de un cerramiento físico que protege a sus moradores, ¿Por qué mantener un segundo encierro, infligiendo al antiguo guardián de las aves, un mal que ya no es necesario?
Todo sistema de imputación de responsabilidad, con la finalidad de retraer a los individuos de la realización de comportamientos no deseados, bascula sobre la promesa cierta de un mal, esto es, una sanción. El efecto jurídico que se deriva de la producción de un daño provoca una reacción dirigida a reprimir ese daño. Por lo tanto, la represión opera en un sentido contrario al del daño, al que se opone.
En el ámbito de la responsabilidad tanto contractual como extracontractual es un tópico decir que la finalidad sancionadora no debe concurrir con la consecuencia resarcitoria o reparadora, dado que trata de compensar a la “víctima” por los perjuicios sufridos. Es bien conocida la resistencia de los ordenamientos continentales europeos a admitir los daños punitivos, es decir, aquellos que refuerzan la indemnización de la víctima, más allá de los límites propios del resarcimiento integral, con una finalidad disuasoria.
En el marco de la teoría de las funciones de la pena, no debemos olvidar que en la mayor parte de los ordenamientos de nuestro entorno –pero fuera del mundo anglosajón– la pena se considera como un instrumento del Estado (Ius puniendi) que debe servir a una única finalidad, la reinserción social o resocialización de quien se ha adentrado en la senda del delito. A esa finalidad se la identifica en la literatura jurídica como prevención especial, para diferenciarla de la concepción de la pena como instrumento disuasorioo de prevención general, proyectada sobre la conducta de los demás.
“Los demás” son todos los demás jueces. Los Watchmen que, en su legitimo cometido de guardianes de las garantías legales y constitucionales, podrían dar el paso, en el futuro, –y que me perdonen los ciudadanos el símil, que les equipara metafóricamente a aves de corral– de devorar a los animales bajo su guarda.
No faltan quienes postulan que las dos finalidades no son inconciliables, aunque tampoco coexistentes, sino que se proyectan sobre la psique y la persona humana en momentos y dimensiones distintas: la pena, como estímulo que el Estado asocia al daño perpetrado por el delito, cumpliría una doble finalidad: una anticipatoria, ex ante, para motivar la omisión de conductas indeseadas (Prevención general); y una sancionadora, ex post, que castiga porque la conducta dañosa así lo merece. (Prevención especial).
Esa dicotomía entre lo general y lo especial, lo ex ante y lo ex post, no es exclusiva de Derecho sancionador, sino que también tiene su presencia en el Derecho anglosajón de la responsabilidad extracontractual, a través de los daños punitivos.
La prevención general mantiene una dirección o finalidad independiente de la finalidad de reinserción social que caracteriza la prevención especial. No pretende modificar los mecanismos motivacionales del sujeto que sufre la pena, sino las de los potenciales delincuentes que podrían sufrir, por encontrarse en el mismo, ancho o estrecho círculo de sujetos que pueden cometer el abuso, sea o no constitutivo del delito de prevaricato. Y este es una de las censuras más difícilmente objetables que se dirigen contra la teoría o criterio de la prevención especial; que no castiga al acusado por lo que ha hecho, sino por lo que otros podrían hacer.
Por último, creo que existe una diferencia nada despreciable entre haber burlado los cometidos esenciales de la judicatura, sin conculcar los derechos de otros (si esto es posible, no se me ocurre ningún ejemplo) y la violación de los derechos de los ciudadanos utilizando el poder personal que el cargo conlleva en sí. En nuestro sistema hispano se dice que el Derecho Penal debe ser reservado para los ataques más intolerables a los bienes jurídicos que la ley penal protege (Principio de intervención mínima del Derecho Penal); y que, si esos ataques no revisten la máxima gravedad, entonces debemos dejar que la respuesta del Derecho no sea la imposición de una pena. Pero, por otro lado, siempre me ha subyugado la alegoría de la Isla en trance de inminente destrucción, que utilizaba Kant para justificar la pena como una entidad metafísica: “si la sociedad civil llegase a disolverse por el consentimiento de todos sus miembros, como si por ejemplo, un pueblo que habitase una isla se decidiese a abandonarla y a dispersarse, el último asesino detenido en una prisión, debería ser muerto antes de esta disolución, a fin de que cada uno sufriese la pena de su crimen, y que el crimen de homicidio no recayese sobre el pueblo que descuidase el imponer este castigo; porque entonces podría ser considerado como cómplice de esta violación pública de la justicia” (Kant, Immanuel, Die Metaphysik der Sitten (1797, Stuttgart, Reclam, 2011).
Sin duda, tienen razón quienes afirman que la alegoría de la Isla no debiera ser utilizada por ningún profesor fuera del marco que el propio Kant le quiso dar, que era el de la justificación histórica del “ius talionis”. Lo que Kant quiso significar a través de dicho ejemplo es que la igualdad en la retribución debe mantenerse aun cuando la sociedad ya no tenga razón de ser.
Así que, si se le propusiera al pensador alemán este enigma, el de la necesidad de castigar penalmente –por ejemplo, a través de una privación de libertad– al juez que ha sido, mediante el impeachment, despojado de autoridad y de la capacidad de volver a utilizar un cargo público, vitaliciamente, contestaría seguramente que sí. Extrañamente, sus discípulos y lectores llegaron a través de la lectura de la alegoría de la Isla de Kant, exactamente a la solución opuesta a la que el maestro propugnaba. Y ese es también mi caso.
Si alguna vez puedo salir de “mi isla”, y contestar al enigma, os escribiré en esta misma columna. Un abrazo para mis amigos brasileiros….
Imagem Ilustrativa do Post: Scales of Justice Law Dictionary Gavel USA Flag // Foto de: Allen Allen // Sem alterações
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