#41 - La doctrina de los actos propios y el pretendido “deber de coherencia” en el proceso

02/12/2019

Coluna Garantismo Processual / Coordenadores Eduardo José da Fonseca Costa e Antonio Carvalho

 

 

 

 

1.  Introducción

La denominada “doctrina de los actos propios” —que en el common law se conoce con el nombre de a estoppel—, es una figura jurídica relativamente moderna, nacida en el campo del derecho civil —y, por tanto, perteneciente al derecho privado—, que en los últimos años ha pretendido ser trasladada al terreno del derecho procesal civil bajo la cuestionada denominación de “deber de coherencia”.

Para comprender la crítica a este “deber de coherencia”, veamos cómo se concibe la doctrina de los actos propios en el plano del derecho civil, para luego revisar de qué modo se la ha querido trasladar —caóticamente, por cierto— al terreno del derecho procesal[1].

 

2. La doctrina de los actos propios

Según Enneccerus, la doctrina de los actos propios informa que "a nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su conducta anterior, cuando esa conducta, interpretada objetivamente, según la ley, las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión que no se haga valer un derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe"[2].

Al decir de Puig Brutau, el estoppel o doctrina de los actos propios es una regla "que impide jurídicamente que una persona afirme o niegue la existencia de un hecho determinado, por haber antes ejecutado un acto, hecho una afirmación o formulado una negativa en el sentido precisamente opuesto; pues conforme a este principio, nadie puede contradecir lo dicho o hecho por el mismo o por aquel de quien se derive su derecho, de un modo aparente y ostensible, con perjuicio de un tercero que fiado de esas apariencias, producidas intencional o negligentemente por el responsable de ellas, contrae una obligación o sufre un perjuicio en su persona o en su patrimonio”[3].

En esencia, la doctrina de los actos propios es la teoría jurídica que traduce a nuestro idioma el brocardo latino “venire contra factum proprium non valet”, y que según Borda “constituye una regla de derecho derivada del principio general de la buena fe, que sanciona como inadmisible toda pretensión lícita pero objetivamente contradictoria con respecto al propio comportamiento anterior efectuado por el mismo sujeto”[4].

Como ejemplo de esto puede citarse un fallo de la Corte de Apelaciones de Concepción (Chile) en el que se desestimó una pretensión laboral de nulidad de despido, en razón de que el trabajador demandó una prestación laboral que él mismo, en su calidad de contador auditor de la empresa demandada, nunca incluyó en las liquidaciones mensuales; la Corte consideró su actuación profesional anterior como vinculante, y su reclamación posterior como contraria a la doctrina de los actos propios[5].

 

3. El pretendido “deber de coherencia”

La circunstancia de que la doctrina civilista haya afirmado que la teoría de los actos propios era una derivación del principio general de la buena fe, ha propiciado que en los últimos tiempos un sector de la doctrina procesal —la llamada doctrina procesal publicista— pretenda, como dice Romero Seguel, “ampliar el contenido del principio de la buena fe procesal”[6] merced a la doctrina de los actos propios.

En esa inteligencia se ha sostenido, por ejemplo —y creemos que erráticamente— que observar un comportamiento contradictorio en el proceso es también “violar el principio de la buena fe procesal”. Para muestra basta un botón: se ha llegado a calificar como contraria a la buena fe procesal la iniciación separada por la misma demandante de pretensiones contradictorias (en un primer proceso pedir la rescisión de una compraventa por lesión y en otro pretender la nulidad por simulación[7]). Pero ¿es realmente la contradicción en el proceso una muestra de mala fe procesal? La cuestión ha suscitado grandes debates y sigue siendo hasta el día de hoy un tema de calurosas discusiones.

Lo cierto y lo concreto es que, con la extensión de la doctrina de los actos propios al derecho procesal civil (bajo el argumento de que ella deriva del principio general de buena fe, y que por tanto debe aplicarse también al derecho procesal), se ha pretendido en los últimos tiempos hacer derivar de la buena fe procesal un “deber de coherencia”[8], que las partes deberían observar en el proceso a fin de no violar, precisamente, la buena fe procesal.

En nuestra opinión, empero, esta exigencia no resulta aceptable. Desde luego, admitir la doctrina de los actos propios como pauta interpretativa de la conducta de los sujetos es algo perfectamente lícito, e incluso aconsejable, debiendo por ende ser laudado el tribunal cuando la doctrina es aplicada con la justa prudencia que requiere el análisis integral de un comportamiento humano, pero de ahí a pretender que esa doctrina del derecho civil de fondo se transforme de repente en un “deber procesal” para las partes en conflicto, hay una enorme distancia, puesto que se trata de dos cosas totalmente distintas que no deben confundirse.

Para comprender esta posición, debe tenerse presente, en primer lugar, que la doctrina de los actos propios es una pauta interpretativa de la conducta de cualquier sujeto y no solamente de las partes procesales. Por ello puede servir para interpretar también la conducta de un tercero en el proceso, por ejemplo, del testigo que primero declara una cosa y luego, en el careo con otro testigo, modifica su declaración anterior y dice otra cosa distinta. Ello implica que la doctrina de los actos propios trasciende a las partes para proyectarse, en general, sobre la conducta de cualquier sujeto, independientemente de la relación procesal. Por ello la doctrina no puede transformarse en un deber de las partes.

En segundo término, y esto es lo más importante, la doctrina de los actos propios es un criterio de interpretación dirigido al tribunal, al que le informa de la conveniencia de considerar de manera conglobante el comportamiento de los sujetos. No es, por tanto, un deber procesal; es una pauta interpretativa dirigida al órgano jurisdiccional. Por ende, no tiene relación alguna con los deberes procesales, ni en general, con el derecho procesal.

Esto significa que la doctrina de los actos propios no es una doctrina del derecho adjetivo, ni se traduce en un deber específico de las partes procesales, sino que una teoría más amplia, una teoría del derecho de fondo, que sugiere a los tribunales una interpretación conglobante de la conducta de cualquier sujeto, no sólo de los sujetos procesales. Orienta, en fin, a los tribunales, y no a las partes.

A su vez, pretender reducir la doctrina de los actos propios a un “deber de coherencia de las partes”, y sancionar a éstas por el incumplimiento de dicho deber, significaría insistir con la aquella anacrónica tradición autoritaria que busca cada vez más penalizar el derecho procesal y coartar la libertad de actuación de las partes. En un auténtico sistema procesal acusatorio, éstas jamás podrían estar limitadas o condicionadas por ese deber.

Si en un caso concreto, el tribunal observa una contradicción inaceptable entre la pretensión del actor y su comportamiento extraprocesal anterior —que sería el caso antes enunciado de quien demanda haberes que él, como contador de la empresa, antes no incluía en las liquidaciones— el órgano jurisdiccional simplemente debe rechazar la pretensión del actor con arreglo a la doctrina de los actos propios, y nada más. Pero de ahí a reprimir al litigante e imponerle una sanción por su “comportamiento contradictorio”, como si fuera de una gravedad extrema pretender algo que antes quizá consideraba no debido, y ahora, por un cambio de parecer, o por otra circunstancia, lo considera debido, hay una distancia muy grande. Y sería todavía más grave presumir que ese cambio de comportamiento se hace “de mala fe”.

Las personas, con sus pensamientos y sentimientos, cambian constantemente; algunos, incluso, de un momento para otro. El tiempo, la edad, la situación económica, las experiencias de vida, y hasta los simples viajes constituyen factores que pueden hacer cambiar a una persona, o que pueden modificar su percepción de las cosas. El “comportamiento contradictorio” de un sujeto, por ende, no puede juzgarse como un crimen o un pecado capital que deba ser severamente sancionado por el órgano jurisdiccional. Sería un exceso tomarlo de ese modo. Debe sí tomarse como un indicador para interpretar de manera global las intenciones de las partes, pero el modo alguno puede reputarse como una evidencia de la mala fe procesal.

También, desde luego, resulta claramente inaceptable que por el pretendido deber de coherencia se pretenda castigar como litigante de mala fe a quien en una misma demanda concentra pretensiones contrapuestas con el fin de que una sea juzgada en forma subsidiaria, dado que esto es algo generalmente admitido por las leyes procesales que consagran el denominado “principio de eventualidad”[9].

 

4. Contradicción y Principio de eventualidad

Se sabe que por el llamado principio de eventualidad, o “principio de condicionamiento eventual”, las partes están habilitadas para oponer en un mismo momento procesal varias defensas, o realizar varias alegaciones, una en subsidio de otra, o de ofrecer varios medios de prueba (también uno en subsidio de otro), o bien exponer diferentes pretensiones a la vez, aún incluso contradictorias, pero siempre una en subsidio de otra, con el fin de que si una se considera improcedente, se juzgue la siguiente. Todo, por supuesto, con la finalidad de evitar los efectos extintivos que puede acarrear la existencia de una regla de preclusión o incluso con el fin de evitar la prescripción de las acciones.

De tal suerte, el principio de eventualidad permite concentrar en un mismo acto procesal varias pretensiones o posibilidades de actuación, incluso contradictorias, a los efectos de que, en la eventualidad de que alguna de ellas no prospere, pueda ser acogida la otra, que viene articulada o aducida condicionalmente a la primera. Quiere esto decir, en otros términos, que la segunda pretensión se plantea simultáneamente a la primera, pero condicionada a la eventualidad del rechazo de ésta.

Resulta ocioso señalar que esta concentración de actos o pretensiones procesales bajo el encuadre del principio de eventualidad no es ninguna novedad en el derecho procesal; existe desde hace mucho tiempo, y en la actualidad son numerosas las normas de fondo y de forma que la autorizan en las distintas legislaciones, cuyas citas omito deliberadamente dado que excede la finalidad propia de este trabajo. Basta en cambio mencionar que, en los códigos procesales laborales, por ejemplo, es común que la ley admita como medio de prueba el reconocimiento de una firma, y que las partes, al ofrecer ese medio de prueba en la etapa procesal pertinente, ofrecen también “subsidiariamente” la prueba pericial para la eventualidad de que la firma sea negada. De tal modo, el principio de eventualidad permite concentrar dos pretensiones en un mismo momento procesal, condicionando la segunda a la ocurrencia de algún hecho determinado o al rechazo de la primera.

Lo que se busca con el principio de eventualidad, en resumidas cuentas, es evitar que el proceso se demore exageradamente en cada etapa procesal, por eso se permite, se recomienda o en algunos casos se exige que, de una sola vez, es decir, en una sola oportunidad, se acumulen diversas pretensiones —aún contradictorias— que si bien pueden en ese momento resultar inútiles, podrían a la postre ser útiles, y gozar de acogida favorable.

Por ello no resulta sensato considerar que la acumulación de pretensiones contradictorias, o cualquier otra alegación jurídica incompatible con una alegación anterior represente una actuación de mala fe.

Igual desatinado resulta —por idénticas razones— sostener que las partes tengan un pretendido “deber de coherencia” dentro del proceso, y que su incumplimiento sea una demostración de mala fe de los litigantes. En puridad, lo que sería incoherente es precisamente lo contrario, es decir, sostener la existencia de este pretendido “deber de coherencia”. En definitiva, si las partes se contradicen en sus alegaciones, es posible que se perjudiquen ellas mismas, pero concebir la contradicción desde una óptica represiva, como si ella fuera una amenaza para el juez, o para el resplandecimiento de “la justicia”, es algo que raya lo absurdo, y hasta denota, como dijera algún autor, visos de esquizofrenia[10].

Tampoco puede juzgarse que reviste el carácter de mala fe el ejercicio de acciones incompatibles en procesos separados, puesto que generalmente la acumulación de pretensiones es sólo una facultad que la ley le concede al actor para evitarle los gastos de tener que iniciar dos procesos separados. Pero si él, voluntariamente, está dispuesto a soportar tales gastos, no puede coartarse su libertad de hacer tramitar por separado las dos pretensiones. Hay que tener en cuenta que la iniciación de un proceso posterior en el que se expone una pretensión contraria a la que dio lugar al proceso anterior puede deberse a un simple cambio de estrategia procesal, o a que el actor se dio cuenta de que la segunda pretensión le era más conveniente que la primera, o bien, quizá simplemente a la necesidad de evitar la prescripción de las acciones, etcétera. Consecuentemente, pensar que el ejercicio de acciones procesales contradictorias en procesos separados es una actuación de mala fe, constituye un inaceptable prejuicio negativo contra el litigante, y además, la infame presunción de su mala fe, tan inconcebible como presumir la culpabilidad de un detenido.

Por ello coincidimos con Romero Seguel en cuanto señala que: “resultaría contrario al fin de la doctrina de los actos propios considerar que todo ejercicio separado de acciones incompatibles implica necesariamente una actuación de mala fe. Por ejemplo, podría ocurrir que un actor haya iniciado su acción de resolución, pero por un cambio en la situación económica le convenga iniciar un juicio posterior, pidiendo el cumplimiento del contrato. Ese cambio de estrategia no es por sí mismo contrario a la buena fe sino que obedece a una valoración económica que el justiciable es soberano para calificar” [11].

A diferencia del autor citado —que considera que en algunos casos la aplicación de la doctrina de los actos propios puede dar lugar a una calificación de litigante de mala fe— creemos por todo lo expuesto que la doctrina de los actos propios no debe confundirse en absoluto con la mala fe, y que en ningún caso puede dar lugar a esa calificación ni a sanción alguna. La doctrina de los actos propios es solamente una pauta interpretativa de la conducta de los sujetos dirigida al tribunal. En virtud de ella es posible, desde luego, rechazar prudentemente ciertas pretensiones, pero la contradicción jamás puede dar lugar a una calificación de litigante de mala fe. El efecto tolerable de la contradicción será, en su caso, el rechazo de la demanda, pero no una sanción como litigante de mala fe (salvo que se den, por supuesto, otras causales de esa calificación distintas a la mera contradicción).

Insistimos en que si el litigante se contradice es posible que se perjudique a sí mismo, pero resultaría demasiado autoritario agregarle a ese propio perjuicio una sanción adicional, incluso cuando la contradicción no verse sobre pretensiones sino sobre hechos; por ejemplo, si el actor postula coetáneamente pretensiones que se sustentan, una en la existencia de un contrato de arrendamiento y otra en la ausencia de todo vínculo contractual. Esa contradicción podría eventualmente serle perjudicial —por supuesto que habría que juzgar el material probatorio de la causa para tener mayores detalles— pero en modo alguno es dable esperar que de ella se derive una sanción como si hubiera cometido un acto aberrante e imperdonable.

 

5. Conclusion

Por lo expuesto creemos que no es conveniente darle a una sana doctrina (como la de los actos propios) el carácter represor que se le ha dado tradicionalmente al concepto de “buena fe procesal”, con el que se ha querido imponer coactivamente un criterio de moralidad restrictivo de la libertad y de la defensa. La doctrina de los actos propios no tiene nada que ver con la mala fe procesal ni mucho menos con los deberes procesales de las partes. Quienes sostienen el impropio deber de coherencia, pretenden hacer descansar en la doctrina de los actos propios el fundamento de tal deber, con el fin de valerse de la buena reputación que ha tenido aquella doctrina, para en función de ella obtener la aceptación doctrinaria de tal deber opresor.

Un análisis criterioso advierte, empero, que no es razonable convertir una pauta de interpretación en un pretendido deber procesal, y menos aún a despecho de la libertad de las partes.

No está de más señalar, finalmente, que la desesperación por evitar la mala fe procesal no debe llevarnos a adoptar decisiones irracionales que perjudiquen o restrinjan el derecho a la tutela judicial efectiva, o el derecho de defensa en juicio. Precisamente, el pretendido deber de coherencia es una de estas ideas que afectan gravemente esos postulados basales.

 

Notas e Referências

Alvarado Velloso, Adolfo; Sistema procesal, garantía de la libertad, t. I, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2009

Borda, Alejandro; La teoría de los actos propios, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1993, p. 56.

Canteros, Fermin; Aportes para una teoría general de la conducta procesal indebida, tesis doctoral, Doctorado en Derecho, Universidad Nacional de Rosario, Santa Fe, Argentina, 2017, cap. VII.

- Estructura básica de los discursos garantista y activista del derecho procesal, Juris, Rosario, 2012.

Carretta Muñoz, Francesco; Deberes procesales de las partes en el proceso civil chileno: referencia a la buena fe procesal y al deber de coherencia, en “Revista de Derecho (Austral)”, vol. XXI, núm. 1, Universidad Austral de Chile, 2008, pp. 101-127

Enneccerus, Ludwig; Tratado de derecho civil alemán, parte general, trad. Nipperdey, Bosch, Barcelona, 1950, p. 451.

Montero Aroca, Juan; Sobre el mito autoritario de la “buena fe procesal”, en “Proceso civil e ideología”, coord. Juan Montero Aroca, Ed. Tirant lo Blanch. Valencia, 2006

Puig Brutau, José; La doctrina de los actos propios, en “Estudios de derecho comparado”, Barcelona, Ariel, 1951, pp. 104-105.

Romero Seguel, Alejandro; El principio de la buena fe procesal y su desarrollo en la jurisprudencia, a la luz de la doctrina de los actos propios, en “Revista chilena de derecho”, Vol. 30, Nº 1, 2003, pp. 169.

[1] Una intensa crítica a este deber puede verse en Canteros, Fermin; Aportes para una teoría general de la conducta procesal indebida, tesis doctoral, Doctorado en Derecho, Universidad Nacional de Rosario, Santa Fe, Argentina, 2017, cap. VII.

[2] Enneccerus, Ludwig; Tratado de derecho civil alemán, parte general, trad. Nipperdey, Bosch, Barcelona, 1950, p. 451.

[3] Puig Brutau, José; La doctrina de los actos propios, en “Estudios de derecho comparado”, Barcelona, Ariel, 1951, pp. 104-105.

[4] Borda, Alejandro; La teoría de los actos propios, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1993, p. 56.

[5] Las referencias al fallo pueden verse en Romero Seguel, Alejandro; El principio de la buena fe procesal y su desarrollo en la jurisprudencia, a la luz de la doctrina de los actos propios, en “Revista chilena de derecho”, Vol. 30, Nº 1, 2003, pp. 169.

[6] Romero Seguel, op., cit., p. 169. Compartimos con el autor su algarabía por la recepción jurisprudencial de la doctrina de los actos propios, pero disentimos en que ella sea una derivación de la buena fe procesal o que tenga alguna relación con ella. Desde luego, tampoco compartimos sus opiniones sobre las supuestas bondades de la buena fe procesal, pero nos complace al menos que no se exceda en pregonar a toda costa la recepción de la doctrina de los actos propios en el derecho procesal, y que tenga en cuenta el denominado principio de condicionamiento eventual.

[7] Romero Seguel, op., cit., p. 170.

[8] En este sentido, por ejemplo, Carretta Muñoz, op., cit., p. 121.

[9] Tan sólo a modo de ejemplo, cito el artículo 17 del Código de Procedimiento Civil de Chile, que establece: “…Sin embargo, podrán proponerse en una misma demanda dos o más acciones incompatibles para que sean resueltas una como subsidiaria de otra”. En el mismo sentido, el artículo 100 del Código Procesal Civil Paraguayo dispone que: “El actor podrá acumular antes de la notificación de la demanda todas las acciones que tuviere contra la misma persona, siempre que, a) no sean contrarias entre sí, de modo que por la elección de una queda excluida la otra, salvo el caso en que se promueva una como subsidiaria de la otra”.

[10] Además, si bien se mira, la acumulación de acciones contradictorias no tiene nada que ver con la doctrina de los actos propios, porque en ésta se juzga una conducta en relación con otra conducta anterior, y en cambio en la acumulación de pretensiones contradictorias en una misma demanda, no hay dos conductas, una anterior y otra posterior sino sólo dos pretensiones en un mismo momento.

[11] Romero Seguel, op., cit., p. 172.

 

O texto é de responsabilidade exclusiva do autor, não representando, necessariamente, a opinião ou posicionamento do Empório do Direito.

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